Tras treinta años de una política subsidiaria de vivienda social, parece oportuno evaluar resultados y tomar postura frente a los desafíos que persisten. En estos años, el sector privado ha participado de manera importante en la construcción masiva de viviendas, mientras que el Estado ha experimentado con diversas fórmulas que han logrado reducir significativamente el déficit de vivienda básica, llegando hoy a las 100.000 unidades. Sin embargo, es obvio que no hemos logrado soluciones satisfactorias y, gracias al sostenido desarrollo económico de las últimas décadas y la consiguiente evolución de estándares y actitudes, la sociedad entera comienza a distinguir entre la mera solución de un problema cuantitativo y aquél de la provisión de calidad, dignidad y oportunidades. Hecho evidente el abismo entre pobres y ricos, hoy comprendemos las verdaderas implicancias de una política de vivienda social que por generaciones ha fomentado la segregación y la desigualdad, dividiendo a la ciudad en dos, y que hoy nos pasa la cuenta. Es probable que buena parte de nuestros males urbanos se deba a la actitud condescendiente y clasista que ha subyacido nuestras políticas públicas de vivienda: desde los rigurosos conjuntos de habitación obrera de comienzos de siglo, pasando por los campamentos de emergencia –que devinieron permanentes– y las poblaciones “marginales” de los años 60 y 70, hasta las “erradicaciones” (la propia etimología del término manifiesta lo dramático del concepto) efectuadas durante el régimen militar. En todos estos casos la vivienda social ha sido concebida como una imposición que justifica mínimos estándares con el fin de maximizar los recursos, y así hemos ofrecido construcciones precarias, enormes conjuntos densos en exceso, carentes de servicios y equipamiento comunitario, y sobre todo pésimamente localizados en la periferia por el bajo costo de los terrenos: siempre lejos de todo, lo más lejos imaginable.
El problema de la vivienda social es, en el fondo, el de la integración social. En este sentido, incluso hablar de calidad es insuficiente: de poco sirve una habitación más, o un mejor techo, si se sigue estigmatizando a un sector de la población al ofrecerle una casita experimental multicolor y mal localizada, identificada con la pobreza. La verdadera integración implica hacer desaparecer las diferencias, tanto físicas como sociales. El primer paso es en el ámbito físico de lo construido, y la clave aquí es que la vivienda sea indistinguible de la de cualquier ciudadano, y que corresponda a su entorno geográfico y cultural. El segundo paso es que la vivienda social se localice indistintamente en toda la ciudad, promoviendo interacción y convivencia, tal como sigue ocurriendo en la mayoría de los cascos históricos de ciudades densas en todo el mundo, ciudades exitosas precisamente por su sentido transversal del ser ciudadano, iguales en derechos y oportunidades.