En algún momento ganó adeptos la idea de que los hermanos Coen construyen, película a película, una historia paralela de Estados Unidos al estilo del mejor John Ford. Y si pensamos en filmes como "True Grit" (ambientada en el Viejo Oeste), "Miller's Crossing" (Chicago, años 20), "Un hombre serio" (Minnesota, 1967) o "No Country for Old Men" (Texas, en los 80), la teoría tiene soporte y se prolonga en su nuevo filme, "Balada de un hombre común" (Inside Llewyn Davis), que transcurre en el Village neoyorquino de principios de los 60, cuando el revival del folk se convertía en una moda nacional, con intérpretes que llegaban de todas partes del país en busca de oportunidades en un ambiente artístico del tamaño de un dedal.
¿Tenía esta gente la madera necesaria para abrirse camino? ¿Para manejar el fracaso y resistir? La inadvertida llegada de Bob Dylan a la ciudad, en el frío invierno del 61 (consignada en un momento del filme), hoy es señalada como el momento que divide a esa era en un antes y un después; pero eso, a costa de tragar y mandar al olvido las vidas y las canciones de decenas que fueron incapaces de pararse después de la enésima caída. Es en esa categoría que cabe el Llewyn Davis del título original -ficticio, aunque musicalmente recuerde al hoy legendario Dave Van Ronk-. Sin casa, pasado de frío, unas monedas sueltas y una guitarra por todo equipaje, el paliducho Davis va de show en show, de sofá en sofá y de tumbo en tumbo, su destino trazado en la frente como los antihéroes de los clásicos folk. Nada le resulta desde los días en que su compañero de dúo se suicidó arrojándose a la bahía y se diría que la propia película -que evoca un Nueva York de colores desaturados, departamentos minúsculos, polución y siglo XX profundo- es el relato de su propio duelo, suerte de réquiem al amigo perdido y al que apenas se divisa en una carátula de disco y en trozos de canciones que él ya no se atreve a cantar.
Lo que no implica que sea un dechado de tristeza: el ingenio maldito de los Coen hace de la odisea de Llewyn una quijotesca suma de calamidades y descalabros, donde la buena parte de la diversión radica en ver cuán fracturado y derrotado resulta el protagonista en cada correría. Y vaya qué duro le dan.
La fatalidad contenida en el personaje -y, en el fondo, la de la especie humana misma- es expuesta con lucidez extrema en la pieza central del filme, el viaje en auto que Davis emprende como pasajero rumbo a Chicago a inventarse una audición con el promotor Bud Grossman (basado en Albert Grossman, manager de Dylan y muchos otros). En el camino, todo parece una mala parodia de una novela de la era beat: un conductor/poeta/criminal que recita versos mientras maneja en trance, un pianista de jazz (John Goodman) que agoniza en cada parada y el tozudo Llewyn, persiguiendo fantasmas que se le escapan en cada kilómetro. Si tal como él, creíamos que la ida era una cruzada musical, en pos del éxito, la paz interior, el arte y la estabilidad -un valiente disparo a la inmortalidad, como el de los personajes de Kerouac-, la vuelta es pura congoja, insignificancia, amago y caída.
Así las cosas, Davis está muy cerca de igualar al supremo idiota de la filmografía de los Coen: Barton Fink, incapaz de aprender nada, en un mundo que le despliega su destino claro como el agua. Salvo que, ya cerca del final -y tal como ocurre en algunas canciones-, la primera "estrofa" de su historia se repite, y toda esa desolación inicial que le azota sin parar se disuelve en extraña aceptación. ¿Cómo ocurre? Vean la película, escuchen su canción.
La película transcurre en el Village neoyorquino, durante el revival folk.
INSIDE LLEWYN DAVIS
Con Oscar Issac y Carey Mulligan.
Estados Unidos, 2013, 105 min.