En el año 2007 viajé a la provincia de Tucumán para hacer un perfil de Susana Trimarco, una mujer que había llegado a los periódicos de todo el mundo por su lucha contra la trata de mujeres, iniciada luego de que su hija, María de los Ángeles Verón, fuera raptada en el 2002 por una red de tráfico sexual y entrara, hasta el día de hoy, en el terreno de lo incierto. Nunca más se supo nada de Marita Verón. Pero a lo largo de este tiempo el caso llegó a los medios nacionales e internacionales, y Susana Trimarco se transformó en un emblema de la lucha contra el comercio sexual. Fue candidata al Premio Nobel de la Paz, recibió un premio entregado por Condoleezza Rice y montó una fundación que pelea por desarmar las redes de trata de mujeres.
Aquella vez, cuando estuve con Trimarco, vi una figura de entrecejo fruncido, cuerpo menudo y carácter hercúleo que solía moverse acompañada por una criatura que hacía silencio a su lado. Era su nieta, Micaela, la hija de Marita Verón. Y la recuerdo no sólo por su silencio, sino también porque hubo dos escenas que jamás se fueron de mí. En una de ellas, Micaela se acercaba a su abuela en la mañana y le pedía que la peinara -un pelo largo y bruñido- para ir a la escuela. En otra, Micaela era retirada del colegio por su abuela y se marchaba, como todos los días, en un móvil oficial que operaba como custodia, ya que por sus investigaciones -y por las amenazas que esas investigaciones suscitaban-, Trimarco debía moverse con escolta policial. Una imagen de Micaela mirando el paisaje urbano, con los antebrazos apoyados en la parte delantera del vehículo oficial, y otra imagen en que se la ve extendiendo el cepillo hasta la mano de su abuela son dos postales pequeñas, dos cuadros mínimos que se quedaron conmigo luego de publicar esa crónica, que se llamó "Historia de una mujer bomba".
Después pasaron los años, y sucedió lo de siempre: me ocupé de otros temas, y dejé a un lado a Trimarco, aún cuando eventualmente recibía las noticias que los diarios nacionales publicaban sobre sus actividades. A lo largo del tiempo ella progresó políticamente, y hoy tiene más poder en Tucumán que el propio gobernador.
Sin embargo, no es ese crecimiento -notable- el que más me asombró.
Dos años atrás, la Fundación María de los Ángeles Verón publicó una serie de spots publicitarios contra la trata sexual, y en uno de esos cortos, junto a figuras como Fito Páez y Dalma Maradona, apareció hablando Micaela por primera vez. Y poco después, cuando se inició el juicio oral por la desaparición de Marita, Micaela volvió a aparecer, y escuchó los testimonios en la sala. En ambos casos, lo que se veía ya no era una niña, sino una joven de ojos grandes y semblante quieto que veía pasar las horas como se ve pasar una película ominosa. La encontré mayor, pero sobre todo la encontré incógnita: ¿Dónde se habían ido sus ojos? ¿Hasta dónde esa mirada larga, sin objeto, iba sólo en busca de lo que no estaba?
Esa vez vi en Micaela el reverso de Susana Trimarco: si Trimarco era incendiaria y dura, Micaela era un resumen de fragilidades antiguas que acaso se hubieran quedado para siempre. O eso pensé, al menos, hasta mi último viaje a Tucumán. Sucedió hace unas pocas semanas. Fui a la provincia para hacer un perfil de Rubén Ale, un tránsfuga al que se acusa -entre tantas otras cosas- de mover los hilos de la trata sexual en el noroeste; y sin buscarlo, sin llegar a acordar una entrevista, me encontré fortuitamente con Trimarco y Micaela en un bar. Yo había entrado a comer algo y a buscar una sombra urgente que me reparara del calor absurdo de los mediodías, y ahí estaban las dos, en un rincón, terminando el almuerzo como si fueran una abuela y su nieta en una salida de domingo.
Me presenté. Le recordé a Trimarco que habíamos estado juntas unos años atrás. La mujer me dedicó una mirada fría y analítica, hasta que respondió: "me acuerdo".
-Ahora vas a escribir sobre Rubén Ale, ese delincuente -agregó.
A su lado, Micaela asistía a la escena con el rostro fresco y liberado de algo, quién sabe de qué. Micaela tomó una servilleta.
-Por qué no se encuentran mañana -le dijo a Trimarco; luego me miró-. Te voy a anotar los teléfonos de mi abuela, de la Fundación y del abogado, y mañana, después del mediodía, podés tener una entrevista.
La voz de Micaela era dulce y, por primera vez, resuelta. Tenía la belleza y la facilidad de sutura de la juventud.
-Te conocí cuando eras chiquita -le dije.
-Todos me hablan de cuando era chiquita -respondió, sin levantar la vista del papel.
Nos quedamos en silencio. Micaela iba anotando números y letras con una caligrafía perfecta, y frente a ella, Trimarco -la misma piel humectada de entonces, el mismo color de pelo- miraba todo con ojos de acero. La escena era extraña: como si un rompecabezas hubiera redistribuido sus piezas y hubiera dado lugar a un nuevo cuadro, a un mapa distinto, aunque hecho por las mismas partes. Me pregunté entonces, en ese nuevo esquema que llega con la transmisión y la herencia, dónde estaría la nueva bomba. Y creí encontrar una respuesta.