Michelle Bachelet convenció a la mayoría de los chilenos que durante su segundo gobierno transformaría a este país en un Chile de todos; esa fue la base de su triunfo electoral.
¿Cómo será este Chile de todos? Esa es una cuestión difícil de precisar. Sabemos cómo será: no habrá tanta desigualdad, no habrá abusos y no habrá lucro, al menos en la educación. Es decir, no será como somos ahora.
Una vez más, la izquierda fue muy exitosa en sacar a la superficie algunos de los defectos de la sociedad. Una imagen poderosa: Chile de todos ¿Podrá esta vez tener éxito en diseñar una sociedad mejor? Difícil, hasta el momento todos sus intentos en el mundo han terminado en fracasos.
A contar de la próxima semana empezará este experimento.
Las herramientas para construir este Chile de todos serían fundamentalmente tres: una nueva Constitución, una reforma tributaria y una reforma educacional.
Aparentemente, un cambio radical a la forma en que hemos hecho las cosas hasta ahora. El problema es con esas políticas hemos tenido, al menos en términos relativos, resultados bastante exitosos.
Quienes han postulado, en los últimos años, cambios profundos a esta forma de gobernar, como Argentina o Venezuela, tienen a sus pueblos sumidos en el caos. Inflación descontrolada y escasez; violencia e inseguridad.
Pero, alguien podría replicar, no es ese modelo el que está ofreciendo Bachelet. Es un cambio, pero es otro cambio.
Hablemos entonces de esa otredad.
El cambio en la Constitución no está hoy en la primera prioridad, primero porque no hay acuerdo en la Nueva Mayoría sobre su contenido y proceso y segundo, porque después de las elecciones parlamentarias ya tienen los votos para hacer las otras dos reformas. Habrá que esperar.
La reforma tributaria sería el principal instrumento para reducir la desigualdad. Los ricos serían menos ricos, porque se les quitaría parte de su riqueza con impuestos más altos aumentando la tributación a las empresas. Los pobres serían menos pobres, porque se utilizaría ese dinero para beneficiarlos a ellos e incluso a los sectores medios a través de la gratuidad en educación.
Pero no es tan simple. Primero porque los ricos no serán los únicos afectados. En el caso de las empresas, la carga de los mayores impuestos se repartirá entre ricos, pobres y los del medio. La reacción ante mayores impuestos a las empresas será menor inversión y ahí pierden también los pobres porque habrá menos empleos. Las empresas que puedan hacerlo tratarán también de defenderse subiendo los precios; se afecta a los consumidores y por ahí le llega entonces a la clase media.
Por otra parte, el botín no siempre resulta tan suculento, porque si las utilidades son menores, entonces la recaudación tributaria también es menor. El año 2013, en que los impuestos a la renta eran más altos que el 2012 como producto de la reforma tributaria de Piñera, hubo menos recaudación que el año anterior.
Un aumento de los impuestos siempre tendrá efectos negativos en la producción y en la eficiencia. Afirmar lo contrario no es serio.
Pero sí es serio argumentar que un aumento de impuestos que logra recaudar más, permite al Gobierno gastar esos recursos en beneficio de quienes no son ricos disminuyendo así la desigualdad. Ahí entraría a tallar la reforma educacional.
Pero antes de evaluar los programas de gasto del Gobierno con los nuevos recursos, no sabemos si disminuirá la desigualdad.
Y ahí, al menos con los antecedentes que contamos hasta ahora, es donde empieza a desdibujarse este Chile de todos.
La reforma educacional de Michelle Bachelet es más bien una respuesta a los anatemas ideológicos del movimiento estudiantil (no al lucro); o a sus demandas imposibles (educación estatal gratuita y de calidad) que a los problemas reales (de acceso y calidad) que tiene la educación en Chile. Su efecto, por lo que conocemos, será regresivo; favorece más a sectores medios y altos que a los más pobres.
¿Dónde está entonces ese Chile de todos? ¿No será más bien un Chile de nadie? Bueno, a veces la vida es sueño.