Cuando, veinticuatro años atrás, el ex Presidente Aylwin se aprestaba para inaugurar su gobierno, también había buenas razones para temer un retroceso económico. Durante la campaña electoral previa habían sido puestos en tela de juicio el pago de la deuda externa, la autonomía del Banco Central, la apertura “indiscriminada” a las importaciones y las privatizaciones. Como sabemos, y para el bien de Chile, nada de ello ocurrió.
Se dice que influyeron en la orientación pro mercado, que en definitiva siguieron los gobiernos de la Concertación, los consejos de los entonces presidentes del gobierno español, el socialista Felipe González, y del mexicano, Carlos Salinas de Gortari, quienes apreciaban la apertura y modernización alcanzadas por la economía chilena. Pero probablemente lo más decidor haya sido que en esos días en nuestro vecindario inmediato —en Argentina y Perú— la inflación galopante, la crisis cambiaria y el estancamiento económico demostraban una vez más que el atajo populista y estatista solo crea una prosperidad ilusoria, seguida de un amargo despertar.
La historia se repite. Acompañada ahora de Venezuela, nuevamente Argentina —cuya historia califica el semanario británico The Economist de parábola sobre lo que no debe hacerse en políticas públicas— vive el duro capítulo final de su aventura. Tanto el “kirchnerismo” como el “chavismo” ignoran dos principios básicos: que los recursos se hacen siempre escasos ante las ilimitadas aspiraciones humanas y que sin los incentivos apropiados no es posible esperar que la economía marche bien. Lo uno, los hace prometer la satisfacción indiscriminada de “derechos sociales”, sin consideración alguna sobre su costo; lo otro, los hace suponer que es posible atender las “demandas sociales” con más impuestos y regulaciones, sin que ello dañe la capacidad de crecer y crear empleos. La inflación, la depreciación cambiaria, el desabastecimiento, el estancamiento y la cesantía son su consecuencia inexorable.
Desde luego, es para Chile lo mejor que Argentina y Venezuela prosperen y sean un destino atractivo de sus exportaciones e inversiones. Pero —mientras ello no ocurra— es afortunado que la experiencia populista y estatista que han hecho durar todo un decenio finalmente haya iniciado su crepúsculo. El auge de la soya y del petróleo les permitió prolongar la efímera bonanza más allá de lo usual, y brindó a sus líderes envidiable popularidad. El ejemplo podía volverse tentador. Algo de ello se advierte en el programa de la Nueva Mayoría. Ojalá sus dirigentes hayan considerado Buenos Aires o Caracas para sus vacaciones.