Cuando yo era joven, febrero traía una discreta felicidad: este era el mes en que me dejaban solo, a cargo de una vieja casa. Podía, por tanto, ensayar el libreto de una independencia que aún no me correspondía vivir. Deambulaba por los patios, indagaba ciertos asuntos de óptica en los espejos, dormía siestas que a veces se prolongaban hasta el anochecer, acompasado el sueño a lo lejos por las medias horas y las horas de las campanadas de dos relojes de pared. Era una vida que me parecía perfecta, fresca, silenciosa, sin límites.
Como aquella era la casa en que me había criado, podía a veces conectarme con el niño que ya no era. Me detenía un momento en un pasillo y atisbaba hacia el pasado, casi inminente por la conjunción de la luz y los objetos. Estaba como a punto de verme a mí mismo pasar corriendo a esconderme detrás de los sillones. Dada la soledad en la que me hallaba y mi nula inmersión en el sistema económico, hacía estos ejercicios sin las frecuentes interrupciones de la realidad.
A veces también iba más allá: me sumergía en un mundo anterior, el de mi familia. Había muchos vestigios, muchas pistas que seguir en relación a una vida que en sus formas parecía distinta de la que conocía. Trataba de desentrañar alguna historia -ojalá vergonzante- en cartas y fotografías encontradas en un cajón falso, o me divertía hasta el cansancio con la retórica de las antiguas revistas.
No sé cuántos febreros fueron así. Quizás cinco o seis. Pero el hecho es que fue tan radical la volada y tan sustraída la experiencia, que por automatismo mis expectativas de las vacaciones hasta hoy, más que con la playa o el campo, tienen que ver con el pasado revisitado en soledad. Ya no está la casa ni la protegida libertad de entonces, pero febrero sigue siendo idealmente para mí el mes de la indagación retrospectiva.
Si tuviera que precisar una experiencia literaria "formativa", no dudaría en mencionar lo vivido en aquel período. Aprendí, leyendo tantos libros de poesía datada, ineficaz, un tipo específico de humor: el que nos lleva a reírnos de los fracasos expresivos del otro, pero aprendí también a distinguir la poesía de la versificación a instancias de Guillermo Matta o de Eusebio Lillo. La mayor parte de los libros de poemas acumulados en esa casa no eran más que palabras dispuestas según algún patrón sonoro. Los poetas siempre aparecían excesivos e inverosímiles, o filosofantes hasta el aburrimiento. Si querían inferir un paisaje terminaban conjurando un lugar común. Sin embargo, del recuerdo de tantos intentos poéticos fallidos me llega una imagen que no sé por qué existe y cuya expresión imposible revela mi propia incapacidad para escribir. Es una playa dorada por el sol tardío, es Bucalemu, son los últimos deslindes de un campo, las rumas de alcayotas, los sacos de sal y la espuma levemente mecida por las olas de 1850, que esencialmente son las mismas de hoy.