Acabo de ver a Ángeles. Fue un momento especial. Aunque no sé si "especial" sea la palabra: habría que buscar un adjetivo que hable -todo junto- de las flores y los terremotos.
Conocí a Ángeles en el mes de abril. Me mandó un mail ofreciendo una crónica para Orsai, la revista de narrativa donde yo editaba, y su escritura fue lo suficientemente buena como para provocar curiosidad. Ángeles quería hablar de su reciente maternidad -y quería hacerlo de un modo incorrecto-, pero mi interés no estaba en eso, sino que pronto se había desplazado hacia otra cosa.
Ángeles acababa de mudarse a un pueblo mínimo en la pampa argentina. Su marido había conseguido un trabajo en el interior del país, y ella -periodista- lo había seguido con el bebé a cuestas, por lo que en muy poco tiempo los tres se habían instalado en General San Martín: un caserío de 3500 habitantes que no quedaba claro, dijo Ángeles, si era el Paraíso o Dogville. Apenas me habló del lugar busqué fotos en internet, y encontré un campo abierto, un sol, un puñado de casas bajas y algunas esquinas desprovistas de todo. El lugar era lánguido y angustiante; había que salvar a Ángeles de ese vacío. Se lo dije a Chiri Basilis, mi amigo y compañero de revista, y ambos decidimos buscarle a Ángeles una misión con la que pasar el tiempo.
Luego de unas horas de Google, Chiri dio con un dato que alguien había subido a un blog: años atrás se decía que había bajado un ovni a General San Martín, y para mayor sorpresa se agregaba que dicho ovni le había abducido el teléfono móvil a un chacarero. La misión, para Ángeles, era reconstruir esa historia. Y contar esa reconstrucción en mails en los que hablara del ovni, pero también de su vida en el pueblo: de las tardes solitarias en la plaza central; de la dificultad para sostener un sueño propio en una llanura con demasiado horizonte.
La idea, le conté a Ángeles, era publicar el texto a la manera de un intercambio epistolar conmigo. Ella respondió en el acto.
"Hoy -escribió- mientras almorzábamos mi marido me dijo 'vos tenés ganas de salir corriendo, ¿no?'. Tragué los fideos como pude. A la mañana había subido a la fanpage de mi blog una imagen de Thelma y Louise en su auto celeste. Escribí: 'Necesito una vuelta a la manzana. Busco a mi Louise'. Él nunca vio esa foto. No necesitaba verla. Ahora leo tu mail de pie, en el celular, mientras voy con mi hijo a upa, lo leo mientras manoteo el pañal, lo leo y le limpio el culo al nene y se me caen los lagrimones porque no puedo creer lo del chacarero, lo del teléfono, lo del ovni, y porque me doy cuenta de que sos la Louise que estaba buscando.
Quiero hacer esa historia".
Ese día nos convertimos en Thelma y Louise.
Ese día empezamos a escribirnos en serio, con la intención de construir un texto, pero sobre todo -y esto lo supimos pronto- con la sensación de que esas cartas enhebraban una trama que iba más allá de lo que pudiera leerse. En esas palabras iba nuestro lado B: nuestro silencio.
Hasta que un día, luego de varios intercambios, algo pasó. Ángeles contó que se había palpado un pecho y que había encontrado un bulto. Lo dijo en el mismo mail en el que hablaba de ovnis. Contó que había tenido que viajar a Guatraché, el pueblo de al lado, para ver a un ginecólogo que pudiera decirle qué era -la cito- ese "objeto no identificado" que tenía en la mama izquierda. La consulta terminó en una derivación a Buenos Aires, en una punción y -semanas después- en una certeza: a los 32 años, Ángeles tenía cáncer de mama. Iban a hacerle quimioterapia, iban a vaciarle los pechos, iban a darle rayos.
No supe qué decir. No hay nada que decir en esos casos. Lo único que pude hacer fue defender el texto: decidir que el texto siguiera adelante y darle a la escritura una función sagrada. Ángeles tenía que escribir porque la vida es escritura -y viceversa-, y porque había que dar batalla en todos los frentes.
Ángeles aceptó. Y lo hizo con una fuerza y una dulzura que todavía hoy me provocan temblores. A lo largo de agosto, de septiembre y de octubre, recibí correos que hablaban de su primera quimio, de sus rulos recién cortados y tirados en una bolsa, del terror ante la posibilidad de abandonar a un hijo. Leí a Ángeles con la cabeza pero también con el cuerpo -y con el destino que anida en el cuerpo- y me prometí, y le prometí a ella, que terminado ese texto nos daríamos un abrazo.
Eso acaba de pasar. Quedamos para vernos en un bar. Ahora camino por la calle y es un día de calor tórrido y cortes masivos de luz eléctrica, pero no hay nada capaz de bajarme del hongo de fuego que dejó Ángeles tras su paso. Minutos atrás, en el bar, ella resplandecía con una placidez a la que sólo se llega cuando se ha librado una batalla sangrienta. Qué hermosa era, qué hermosa es: Ángeles tiene huesos delicados y es alta y delgada y tiene un pelo fino que ahora está creciendo suavemente sobre la línea roma y elegante de su hueso craneal.
En el bar, cuando nos despedimos y nos dimos el abrazo, Ángeles me entregó el regalo que ahora tengo en mi mano. Es una pizarra para anotar recados que tiene forma de persona y que tiene escrita -por Ángeles- la frase "Vida ES escritura. Te quiero. A.".
Yo no le llevé nada. No alcancé a buscar la Orsai y los bombones que vi venían guardados en unas cajas con flores y moños muy cursis. Así que ahora, en la calle, me prometo hacerle este regalo: escribir en este espacio lo que quiero decir.
Querida Ángeles: el único adjetivo que une flores y terremotos es "vital".
Y en esa palabra -y en las otras- caben todos tus días.