Esta semana despedimos a quien fuera pionero entre los estudiantes que más de 50 años atrás iniciaron el fructífero intercambio entre las escuelas de economía de las universidades chilenas y la de Chicago. Con el profesor Ernesto Fontaine no nos unía un lazo sanguíneo, pero sí un cercano parentesco intelectual y, de mi parte, una profunda admiración.
El que fuera apodado por la prensa como "el primer Chicago de Chile" fue, antes que todo, un profesor. Desde la Universidad Católica formó legiones de profesionales de la economía que hoy sirven en empresas y gobiernos a lo largo y ancho de América Latina. Fue un convencido de que el análisis económico es imprescindible en la construcción de un mejor país, y en esa fe educó a sus alumnos. No es que menospreciara consideraciones de otra índole, sino que sabía que el tráfago de los intereses comerciales, gremiales y políticos suele acallar la voz de quienes hablan desde el frío cálculo de los costos y beneficios económico-sociales. Hizo sentir su voz no solo en sus clases y textos técnicos, sino también en el debate público; por ejemplo, a través de columnas publicadas en esta misma página. Allí, con gran claridad, con fuerza argumental, sin claudicar nunca en la aplicación rigurosa de los preceptos de la economía, con ingenio, también hizo pedagogía, enseñando a sus lectores a desconfiar de las políticas gubernamentales que ofrezcan atractivos beneficios ocultando que luego "paga Moya", o que motiven a través de "precios mentirosos" conductas socialmente inconvenientes.
Contrariamente a lo que suele creerse, el convenio del cual nacieron los "Chicago boys" -liderado por Arnold Harberger, nonagenario economista norteamericano, que se hizo presente en el funeral- no persiguió imponer en Chile un modelo económico determinado, pues fue un proyecto eminentemente académico. Se propuso elevar sustancialmente la calidad de la formación de los economistas chilenos. Gracias a profesores como Ernesto Fontaine, lo logró con creces. La consiguiente mejoría de la gestión de las empresas y los gobiernos es el resultado palpable de esta trascendente obra. He allí una reforma educacional que verdaderamente funcionó. He allí un proyecto de altísima rentabilidad económico-social, como habría acotado el profesor fallecido.
El legado de Ernesto Fontaine sobrevive en sus innumerables ex alumnos. Aunque primen hoy en el debate quienes anteponen los meros deseos o derechos, sobre quienes hacen ver las inescapables disyuntivas que impone la realidad económica, estoy seguro de que la voz del profesor seguirá haciéndose sentir, fuerte y clara, a través de ellos.