Es probable que la nostalgia, la aprensión de lo perdido, sea una manera común de marcar nuestro lugar en la línea del tiempo. Tal sentimiento funcionaría en este sentido como una especie de referencia para no extraviarnos en el curso de los acontecimientos. Pero muchas veces el impulso nostálgico aparece como la expresión de un reclamo contra el presente, que asumimos como devastador y atropellador. Cuando incurrimos en esta conducta pasamos por alto el hecho de que el pasado que afectuosamente invocamos estuvo hecho también de puro presente. Que nunca fue otra cosa que presente.
Es extraño el desprestigio con que se estigmatiza a la categoría del presente en la conversación común. Se da casi como subentendido la idea de que todo cuanto sucede hoy es inferior a lo que sucedió anteriormente. Se hacen votos, además, para que los que vienen después de nosotros cuenten con "un futuro", algo mejor, más comprensivo, humano, justo. Este tipo de énfasis es característico del discurso político.
Muy pocas veces he escuchado que alguien afirme que el tiempo que vivimos es especialmente bello o adecuado o favorable. Una adhesión semejante no parece corresponder al modo corriente de apreciar la vida de la mayoría de las personas. Los niños son quizás los más ajustados a los días que les tocó vivir. En general desconfían de las precariedades del pasado y el futuro lo experimentan más bien como una fantasía extravagante.
Una amiga que vivió su infancia en el campo me hablaba hace poco de la medida del tiempo que ella extrañaba, aquella que otorgan ciertas actividades rústicas: fabricarse el pan, pelar los choclos para una eventual pastelera, cardar la lana. Evidentemente en un departamento de Santiago al que se llega para dormir a la carrera no es el lugar para tales iniciativas. Son literalmente cosas de otro mundo.
Me demoré en comentarle a mi amiga una idea que se me ocurrió: que su experiencia de desarraigo se da igualmente en los que pasamos nuestra infancia aquí mismo. No se trata de una cuestión de espacio. Todos de alguna manera sentimos que hemos sido despojados de una forma de vivir que en la reminiscencia consideramos esencialmente propia. Si uno hiciera una encuesta en la calle, estoy seguro de que cada cual tiene atesorada su propia edad de oro: aquel momento en que el tiempo parecía habitable a la medida del deseo.
Me da la impresión de que las largas caminatas -de las que han escrito Dickens, Stevenson, Hudson, Walsser, Benjamin, Sebald, Le Breton, entre tantos- han ido quedando también en los pliegues del anacronismo. Por lo general las actividades humanas que adquirieron un espesor simbólico fueron en su origen soluciones u obligaciones prácticas. En el caso de las caminatas, esa practicidad desapareció de modo drástico, más allá de los prosaicos beneficios corporales que uno pueda obtener del desplazamiento al aire libre.
Si uno hiciera una encuesta en la calle, estoy seguro de que cada cual tiene atesorada su propia edad de oro: aquel momento en que el tiempo parecía habitable a la medida del deseo.