Como muchas buenas novelas, sobre todo esas que son originales, que nos asombran, que nos hacen reír o llorar e incluso nos dan ganas de que no terminen, a pesar de lo imponentes que se ven, El anarquista que se llamaba como yo , de Pablo Martín Sánchez (1977), tiene su origen en una casualidad, que después dio lugar a una exhaustiva investigación y finalmente se tradujo en un logrado texto ficticio. "Hay algo de emocionante y de aterrador a la vez en la idea de que el azar pueda gobernar nuestras vidas", comienza diciéndonos Martín. Luego nos cuenta que tecleando su nombre en Google, se encontró con cientos de referencias, pues en España hay miles de personas que se llaman como él. Cuando dio con quien pudo ser su abuelo, la obsesión por conocerlo se apoderó del novel autor, pero ya el universo virtual de poco le servía, de modo que tuvo que gastar lo que no tenía, buscar a gente que bien podía estar muerta e inclusive viajar a pueblitos donde nadie ha escuchado hablar de computadores ni teléfonos celulares.
El resultado de este esfuerzo es un libro amenísimo, extraño, absorbente y especialmente revelador de una época y unas gentes que parecen lejanas, aunque vivieron en un tiempo bastante más próximo de lo que se piensa -fines del siglo XIX y primer tercio de la centuria pasada-, enfrentados a problemas muy parecidos a los que ahora tenemos, sometidos a las mismas dudas que nos siguen acechando. Grosso modo, El anarquista... traza la singularísima biografía de un muchacho que nació en el seno de una familia humilde, se enamoró de la joven más rica y hermosa de la ciudad de Béjar, huyó con ella, el destino los separó y terminó exiliado en París, trabajando como obrero tipógrafo. No obstante, este es solo el hilo conductor de una trama compuesta de múltiples argumentos, que convergen en el trágico y descabellado intento por derrocar al régimen de Primo de Rivera en 1924.
En la capital francesa, Pablo, sin querer queriendo, entra a formar parte de la Orquesta de la Revolución: en esos años, la gran mayoría de los chavales solo querían cambiar el mundo, "no importando que defendieran la revolución bolchevique, la revolución democrática, la anarquista, la socialista y los más despistados hasta la revolución capitalista", ya que lo más importante era terminar con el gobierno de turno para reemplazarlo por... en rigor, nadie tenía en claro qué es lo que en el fondo quería.
Martín, más que explicarnos la infinita variedad y la vasta confusión que reinaban en el movimiento ácrata hispánico, donde los ideales políticos se mezclaban con los amorosos, nos da cuenta de un abanico social, afectivo e intelectual en extremo turbulento y en extremo ingenuo: "Así, mientras su boca se iba alimentando con términos como 'acción directa', 'autogestión' o 'propaganda por el hecho', su corazón seguía bebiendo de la misma fuente, las apasionadas cartas que Ángela le enviaba cada semana". Bajo la tutela y en ocasiones el franco oportunismo de escritores de la talla de Vicente Blasco Ibáñez, Miguel de Unamuno o José Ortega y Gasset y guiados por líderes como Buenaventura Durruti o Casiano Veloso, estos chiquillos y chiquillas, que nunca aprendieron siquiera a manejar una pistola matagatos, deciden, tras acalorados debates que concluían en proclamas tan vagas como ¡viva la libertad!, o ¡abajo la dictadura!, cruzar los Pirineos y alzar a todas las masas del país en una gloriosa insurrección.
Los hechos culminan en la famosa masacre de Vera de Bidasoa y no podía haber sido de otro modo. El ejército libertador se componía de sujetos que no tenían idea de dónde estaban parados y entre sus contingentes más pintorescos había sordomudos, lisiados, gibados, carcamales, alcohólicos, drogadictos, en suma, una genuina corte de los milagros dispuesta a proclamar para siempre la república de la igualdad.
Sin embargo, El anarquista... en ningún momento desciende a la caricatura ni a la comedia del ridículo: si es evidente que estos rebeldes furiosos jamás podrían haberse medido con fuerzas regulares, no es menos cierto que cada uno de ellos y ellas ocupa un lugar en la historia que, hasta el día de hoy, ha sido negado, ocultado, sistemáticamente ignorado.
Sea como fuere, a Martín no le interesa tanto este peculiarísimo cuadro de costumbres, como rastrear la carrera romántica, justiciera, noble y profundamente humana de ese hombre que pudo ser su antepasado y que se convierte en un personaje inolvidable. Inolvidable por lo desconocido y también por el espesor literario que su nieto le otorga.
Este es un libro amenísimo, extraño, absorbente y especialmente revelador de una época y unas gentes que parecen lejanas, aunque vivieron en un tiempo bastante más próximo de lo que se piensa.