The untold want, by life and land ne'er granted, Now, Voyager, sail thou forth, to seek and find. Walt Whitman
No hay viaje sin búsqueda, sin propósito. Hasta el periplo más trivial -un paseo a la playa, digamos- tiene un motivo íntimo, un deseo visceral de escapar, de renovarse, de aprender. El viajero de negocios, abrumado por una urgencia prosaica, también sueña con sorpresas. El viaje tiene, en este sentido, la misma dimensión religiosa de la esperanza insatisfecha, de la nostalgia de un mundo que se sospecha mejor. Solo el propósito puede dar al viaje una condición épica y tal vez heroica: la travesía es siempre incierta y portentosa, una rara oportunidad de situarse en la real magnitud del universo; hay también una misión que debe darse por cumplida. Existe la ilusión del regreso al origen y, con ella, de algún provecho superior.
La arquitectura trata tanto de los edificios como del espacio resultante entre ellos: el paisaje de la ciudad. Arquitectura y ciudad existen en simbiosis permanente, de modo que la primera tiene siempre un fundamento político, que no es más que la búsqueda del bien común. Santiago es, en este sentido, una pobre escuela. Nuestras universidades hacen muy poco para detener o revertir un reciente proceso de desarrollo urbano hasta ahora inorgánico e incluso perverso en su dependencia de las leyes del mero negocio, cuya premisa falaz ha sido que "se regula solo". No es así. La codicia humana no se regula sola. La ciudad resulta de la voluntad concertada de sus habitantes. La carencia de una genuina democracia participativa -esto es, debate público sobre el diseño de la ciudad- y la consiguiente gestión autoritaria que tanto yerra y destruye, no han hecho más que alienar a nuestro joven arquitecto, y al ciudadano mismo, del amor debido a su ciudad.
Entonces, el viaje. Lo que no encontramos en nuestra tierra habremos de encontrarlo más allá. En nuestro país de terremotos, de cultura de tabla rasa, cada visión de ciudad provino de ultramar junto a los sueños de gloria de los urbanistas Pedro de Valdivia, Bernardo O'Higgins, Vicuña Mackenna, Karl Brunner, Oscar Prager o Juan Parocchia. Para el joven arquitecto, por lo tanto, el sentido del viaje es en dirección a las ciudades más bellas del mundo. Ciudades de belleza acumulada, atesorada, renovada; ciudades permanentemente defendidas por el orgullo visionario de sus habitantes y gestores. Ciudades enormes o diminutas, célebres o desconocidas, vecinas o remotas: si son bellas, en cualquiera de ellas cada instante de reflexión del viajero sensible y curioso, será una esperanza de futuro esplendor para ahí donde, por ahora, queda poco y se hace nada.