“La sospecha” relata el enfrentamiento de dos visiones del mundo en las más dramáticas circunstancias. Una está representada por Keller Dover (Hugh Jackman), un trabajador que remodela casas, independiente, aficionado a la caza, cristiano practicante; un hombre de ideas muy claras, que tiene un sótano adecuado para toda emergencia y le enseña a su hijo que lo más importante es estar preparado, porque nunca se sabe cuándo la vida puede exigirte. Keller es, claro, un ordenado padre de familia, que con esfuerzo y trabajo ha mantenido a raya un pasado alcohólico, labor en la que ha tenido éxito, a juzgar por la casa que se está pagando en un digno suburbio de clase media en Pensilvania, por su señora cariñosa (Maria Bello) y por sus dos sensatos hijos, que lo quieren y respetan. Keller podría necesitar algo más de dinero para su familia, pero posiblemente se siente en paz con lo que ha logrado. Hasta la tarde fatal en que se junta con una pareja de amigos a celebrar el Día de Acción de Gracias y su hija de seis años desparece junto a una hija de los dueños de casa.
La otra visión de mundo está representada por el detective Loki (Jake Gyllenhaal), que se hace cargo del caso. Es algo más joven que Keller, sin familia, solitario, obsesivo con su trabajo, de caminar pesado y del que se nos permite conocer muy poco: fracciones de sus múltiples tatuajes, un tic en los ojos y un gran anillo de la masonería en su mano derecha. Además, asegura su jefe, detenta el impecable récord de haber resuelto todos sus casos. Loki es un observador fino, aislado de toda relación personal, apasionado por su trabajo y ensombrecido por lo ha tenido que ver en sus años de servicio, pero aún con la suficiente sensibilidad para empatizar con las víctimas que debe auxiliar. Golpeado y todo, es ciertamente un hijo de la razón.
Cuando las niñas no aparecen, las distintas formas de enfrentar la crisis, uno desde el instinto y la iniciativa personal, el otro desde el procedimiento y la investigación, generan una tensión que le da densidad moral a la cinta y la convierten en una película adulta y un estreno respetable. A esto se suma una atmósfera invernal notable: la lluvia es bíblica, los días son gélidos y las noches oscurísimas, todo esto potenciado por una dirección de arte y una fotografía seca, realista, que escabulle todo lo que habitualmente se considera “bonito”, para lograr un mundo ocre, grisáceo, húmedo, metálico. Incluso si solo fuera por el uso de la noche y el negro, logrados por el fotógrafo Roger Deakins —colaborador habitual de los hermanos Coen—, la cinta lograría su espacio entre los puntos interesantes del año.
Con todo, “La sospecha”, dirigida por el canadiense Denis Villeneuve (1967), es también una película tramposa, llena de pistas falsas, de desvíos en la atención y en la trama, que extienden su duración por más de 150 minutos. Lo grave de la atmósfera y lo extremo de las circunstancias permiten dejarse llevar por el relato, pero muchas de sus situaciones no admiten mucho análisis posterior, en especial, me parece, su solución final, donde el director y guionista optan por dar “la razón” a la irracionalidad, al instinto, como queriendo decir que la civilización, sus instituciones y el mismo Occidente no es gran cosa, poco más que una máscara bajo la cual se oculta el verdadero hombre, que apenas ha dejado las cavernas. Viendo la vida cotidiana, cuesta comprar esa tesis. O comprarla por entera, sin más cuestión.