Hay un cumpleaños en mi casa que se celebra todos los 25 de diciembre en la noche con una fiesta repleta de amistades, y tenemos por costumbre hacer las compras para dicha fiesta el mismo día, a pesar de que la ciudad entera duerme una siesta perpetua bajo el diáfano sol estival, recuperándose de las emociones de la víspera y del agotamiento de los frenéticos días previos a la Navidad; una siesta apenas matizada con las voces y ruidos de los niños que experimentan en patios y calles con sus nuevas bicicletas, sus juguetes a pila (que durarán un suspiro) e instrumentos musicales, bendición del barrio.
En este curioso peregrinaje anual vamos siempre a la Vega Central, donde hacia el mediodía del 25 permanece perezosamente abierta la mitad de los locales. ¡Qué lugar de novela! Los locatarios tienen un humor particular, una mirada calculadora y la broma aguda a flor de labios. Esta vez llevo de paseo a una amiga parisina con su guagua de siete meses colgada al pecho; sé muy bien que este jardín tercermundista de exuberante bonanza visual y olfativa le fascinará. A la Vega le encanta ella, una espigada belleza rubia con un chiquillo de afiche en andas; las locatarias le hablan en el idioma universal de las sonrisas y los tiernos arrumacos al niño. Nos abrimos paso entre cargadores de ojos vidriosos, incontables cachorritos de gato en brutal campaña de supervivencia, sombríos pasajes repletos de mercadería peruana y, hacia el fondo, todo el vergel de Chile sobre mesones y cajas. La europea no cabe en sí: la abundancia, calidad y economía de frutas y verduras es algo que jamás gozará en los refinados salones de la Ciudad Luz. Terminamos nuestras compras con una caja de enormes frutillas, melones surtidos, una sandía, grandes ramos de albahaca, chirimoyas a punto, limones de lujo, kilos de guindas y cerezas, paltas maduras, tomates rojos y de verdad, jengibre fresco.
A continuación vamos a la Pérgola de las Flores, en la avenida La Paz, a comprar algún ramo para engalanar la fiesta. En el trayecto le explico que las pergoleras son un gremio orgulloso y con historia, que se lucen públicamente en cada funeral importante arrojando un diluvio de pétalos al paso del cortejo, y que de su tradición se hizo la única obra de teatro musical chileno (bellísima, por lo demás) que valga la pena conocer. En la pérgola, las mujeres se acercan a conocer a la extranjera y su niño dorado; mientras compro un soberbio ramo de gladiolos granate, a ella tres locatarios le regalan cada uno un ramillete de flores amarillas. Ella enmudece de emoción. Yo sé que esta bella mujer francesa jamás olvidará su paso por Santiago, gracias en parte a una somnolienta mañana de diciembre en que alguien la internó por los maravillosos e inconmensurables laberintos del pueblo chileno, pueblo alegre, confiado y generoso.