Vladimir Putin, siempre tan indiferente a buscar aprobación fuera de Rusia, está reaccionando a la presión de los medios y de la opinión pública internacional. Un mes antes de que comiencen los Juegos Olímpicos de Invierno, en Sochi, no quiere otro boicot mundial, como el de las Olimpíadas de Moscú, en 1980, después de que la Unión Soviética invadiera Afganistán.
Si no fuera por ese fantasma, es difícil que hubiera aprobado una amnistía que beneficia a su ?archienemigo, el empresario petrolero que quiso incursionar en política Mijaíl Jodorkovski, y otros miles de personas.
Debe haberle costado tomar la decisión que dejará libres también a los 30 activistas de Greenpeace —entre ellos dos argentinos y una brasileña—, que protestaban por la explotación de petróleo en el Ártico, y sobre todo a las impertinentes Pussy Riots, las jóvenes punk que hicieron una performance bastante insolente contra Putin, dentro de una iglesia. Al margen del mal gusto de la ruidosa protesta, la condena a dos años que recibieron las “artistas” fue exagerada e injusta, pues por mucho que se las haya castigado por un cargo de “vandalismo motivado por odio religioso”, es obvio que la verdadera razón fue el ataque al líder del Kremlin.
Putin, él mismo un gran aficionado a los deportes, quiere evitar que le empañen la fiesta olímpica. La ocasión merece algunas concesiones. Pero lo que no parece dispuesto a ceder es un cambio en una legislación considerada homofóbica, y por la cual algunos deportistas temen discriminación, e incluso riesgo a su integridad física. Putin ha defendido esa normativa como parte de la protección de los “valores tradicionales rusos”.
Ese cuento no lo aceptan varios gobiernos occidentales, cuyos líderes ya anunciaron que no irán a las ceremonias de apertura ni cierre. No es un boicot propiamente, pero la ausencia de varios dirigentes de países desarrollados será un duro golpe al ego del Presidente ruso. Especialmente la de Obama, con quien Putin tiene un historial de desencuentros este último año.
Varios éxitos diplomáticos estos últimos meses le dejaron al líder del Kremlin la impresión de que Rusia recupera “su lugar en el mundo”. Pero lo que para Putin son triunfos, para Obama fueron grandes dolores de cabeza, que le significaron un golpe a su aura presidencial. Que Siria siga al mando de Bashar al Assad y continúe la sangrienta guerra civil, es obra de Putin; que Edward Snowden no esté siendo juzgado por los tribunales estadounidenses y en cambio viva libre en Rusia, es obra de Putin; y que Ucrania se haya alejado de la influencia occidental, también es obra de Putin.
Los tres casos tienen la lógica de la Guerra Fría, que Putin no ha dejado de lado. Siria ha sido aliado desde la época de la Unión Soviética. Snowden debilita el espionaje por EE.UU., lo cual beneficia a Moscú, y Ucrania, bueno, ese es caso aparte. ¿Cómo podría Rusia dejar que los europeos se “apropien” de la cuna de su religión y del origen del antiguo imperio? Falta mucho para que los rusos acepten sin más que Ucrania se una al mundo occidental. Y Putin, como guardián de Rusia, sería el último en permitir semejante pérdida.