Escribir una trilogía es peligroso en Chile, se quejaba un amigo escritor el otro día. El crítico que alabó el primer tomo suele olvidar completamente de qué se trataba cuando le toca el segundo. Un escritor como Proust que escribió un solo gran libro de siete tomos, es un bicho raro para un periodismo cultural en que todo es siempre novedad, lista, descubrimientos, ondas y fenómenos. Un sistema, el de la sorpresa y los golpes a la cátedra, que se ajusta bastante poco al funcionamiento de la literatura, donde los libros como los árboles se alimentan y sostienen de otros árboles, vivos o muertos, que necesitan a su vez de arbustos y musgos para crecer.
Mal que le pese a Valéry o a Borges, que buscaban separar al libro de cualquier psicología o sociología, un libro es también o quizás sobre todo su solapa, su contra solapa, con la foto y la biografía del autor. Valery y Borges son, más allá de la suma de sus libros o de la lectura de cualquiera de estos, una marca de fábrica, una superstición que no se puede separar de lo que escribieron. Esto, lejos de ser una la maldición, resulta parte del placer de la lectura. Yo por lo menos busco más que libros, autores, es decir contertulios, visitas, es decir amigos o enemigos, gente que me haga sentir menos solo. No hay para mí nada más placentero que hojear, como si se tratara de una enciclopedia o una guía de teléfono, siete libros de Romain Gary en un solo volumen (abusivamente llamado La leyenda del yo). No leo ahí ningún libro en especial sino que salto de Perro blanco, a Los encantadores, pasando por Una educación europea, sintiendo que leo no una obra sino un autor obsesionado como pocos por no olvidar nada, por dejar testimonio de todo, lo documental, lo imaginado, lo sentido y lo presentido, todo con la misma urgencia.
Porque nadie llevó más lejos la idea de que escribir era crearse un nombre propio, un pasado, y un destino que Romain Gary, de verdadero nombre Romain Kacew, ruso-polaco que devino después de la odisea que cuenta en La promesa del alba, en el más francés de los franceses. Libro este en que Romain Gary de 40 años se inventa, se explica y crea a través de su madre, el más novelesco de todos sus personajes.
¿Es La promesa del alba, una autobiografía o una novela? Muchos de los hechos más inolvidables de la novela son mentiras. Pero esa necesidad de mentir para mejorar la realidad, para que la vida esté a la altura del arte, y el arte a la altura de su madre, es contada con una verdad a la que pocos libros se atreven. Libro puerta, libro ventana, libro trampa también, porque para el lector es imposible después de leer este libro no encapricharse con Romain Gary, todo Romain Gary, incluso sus defectos, sobre todos sus defectos. Libro trampa también porque sus memorias tienen en tal grado el tono y la libertad de una novela que es imposible no leer sus novelas como un intento más de estar a la altura de la promesa que Gary le hizo a su madre de ser el mejor escritor, diplomático, y amante, todo junto y al mismo tiempo hasta convertirse en héroe de guerra, casarse con la más rubia de las actrices (Jean Seberg), adoptar perro, viajar por medio planeta, ganar el Goncourt, filmar un par de bodrios, un vértigo de apuestas y libros que terminó por dejar a los críticos y los lectores agotados, seguros de que conocían demasiado bien a Romain Gary como para seguir descubriéndolo.
Cansado de que todos creyeran conocerlo mejor que él mismo, Romain Gary inventó entonces otro yo. Firmó bajo el seudónimo de Emil Ajar tres novelas de éxito. Una de ellas, La vida por delante, le llevó a ganar el premio Goncourt por segunda vez (cosa que por estatutos es imposible). Incapaz de crear libros sin autor, Romain Gary le dio a Emil Ajar cuerpo y cara, la de su sobrino Paúl Pavlowitch que encarnó la impostura como pudo. Fue más lejos, siempre más lejos y le escribió en el magistral Pseudo una biografía en que convertía a Ajar en esquizofrénico perseguido por su tío, el decadente escritor Romain Gary.
Antes de suicidarse, Gary confesó que había cometido toda esa impostura solo para probar hasta qué punto los críticos juzgaban sus libros por la leyenda que rodeaba a su autor. Olvidaba que era él mismo el autor de esa leyenda. Luchando contra ella no logró el propio Gary más que hacerla crecer hasta proporciones gigantescas. A costa de su vida supo Romain Gary algo que me explicaba hace poco el poeta Armando Uribe: los que publicamos libros perdemos el uso exclusivo de nuestros nombres. No tenemos, desde el momento que cometemos el impudor de firmar palabras impresas, ni honor, ni dignidad que defender. Somos para bien y para mal, fantasmas de dominio público.