Hay mucho en el exacerbado drama de la UC que es puro morbo futbolístico. El gusto de la masa, de los hinchas propios y ajenos, por que los ricos también lloren es una máxima que está escrita en los manuales. Pero si los mismos victimizados protagonistas no se restan a la hora de agregar elementos a la composición, el éxito de la trama es infalible. En resumen: a partir de una serie de resultados negativos, pero completamente factibles en una competencia, Universidad Católica ha escrito un fértil cierre de temporada para que todos terminen dañados.
No le bastó a Católica con que sus jugadores a mediados de temporada manifestaran críticas con el estilo del técnico, que otros anunciaran en plena recta final que no seguirían en el club y que otros más poco menos que insultaran públicamente al entrenador cada vez que eran reemplazados. Ni aunque lo hubieran planificado, técnico y jugadores diseñaron en la semana siguiente a la final con O'Higgins un modelo autodestructivo, donde se negaron incluso los méritos de una campaña que en otros equipos serían casi un orgullo institucional.
Durante esta última semana, la inadaptabilidad para aceptar el fracaso de la UC no deja de sorprender. Está bien que los hinchas se nublen y consideren que todo ha sido malo y que la refundación es lo único que salvará de la hecatombe a la UC. A los respetables fanáticos hay que escucharlos y leerlos porque, a la larga, son los principales afectados y los más dolidos. Pero es imposible recuperar el equilibrio si el objetivo a corto plazo será ganar un campeonato. ¿Qué pasará si vuelven a terminar segundos?
El gran problema, y lo que verdaderamente inquieta mirando a futuro, es que el derrumbe emocional del capital humano en Católica no tuvo, en el momento más necesario, la contención en un plano directivo desaparecido, silencioso, invisible, fantasma. La dirigencia cruzada fue incapaz de entregar un mensaje efectivo a su plantel para que enfrentara íntegro la liguilla. Menos también para transmitir una dosis de sensatez, de comprensión, de solidaridad, de compasión luego de la eliminación ante Iquique, como si estuviera castigando a sus futbolistas por no haber sido campeones, y a su técnico, por asumir, quizás antes de lo que ellos querían, que su ciclo en el club ya no tenía significado.
La bronca de Mirosevic, el enojo de Toselli, la ira de Castillo o la resignación de Lasarte son, por lo menos, manifestaciones de contrariedad. La contemplativa reacción de la dirigencia durante el desplome final da pie para justificar la indiferencia que tanto se les cuestiona. Y el nombramiento de Rodrigo Astudillo es una apuesta con fecha de vencimiento, a la espera de que la solución real, la de junio, llegue de afuera... Aun cuando debería nacer de adentro.