La elección de Michelle Bachelet ha desatado muchas dudas, porque su programa incluye tres reformas —educativa, tributaria y constitucional— que pueden cambiar a fondo el modelo chileno en un momento en que la coyuntura mundial se vuelve inestable.

Bachelet llega al frente de una coalición de socialistas y democristianos que quedó rota al final de su anterior gobierno (2006-2010) y que ha intentado remendar incorporando al Partido Comunista, una fuerza extraparlamentaria en los años 90 pero que ha recompuesto sus redes de agitación y propaganda, y hoy tiene tres diputados.

Esto ha cambiado el equilibrio de los partidos que la apoyan. En su primer gobierno, Bachelet buscó compensar su trayectoria socialista incorporando a su Ejecutivo elementos liberales, tal como había hecho su antecesor, Ricardo Lagos. Le entregó, entonces, el Ministerio de Hacienda a Andrés Velasco, un economista de Harvard cuyas políticas fiscales han sido elogiadas mundialmente. Velasco fue capaz de minimizar el impacto de la crisis de 2008 en su país.

La coalición actual, en cambio, será muy distinta, ya que el alcance de la influencia del PC se desconoce. La última vez que los comunistas apoyaron a un gobierno fue hace 40 años con Salvador Allende. Los analistas coinciden en que Bachelet jugará el papel de árbitro, estableciendo los equilibrios que le convengan. Pero su disposición hacia cambios radicales no se conoce. Algunos de sus colaboradores han dejado ver que mientras estuvo trabajando en ONU Mujeres en Nueva York, confesó que se había sentido “secuestrada” por las ideas económicas de Velasco y eso la había inhibido a la hora de hacer reformas sociales. Esta vez, conociendo el poder y los límites de la Presidencia, Bachelet estaría mucho más dispuesta a plantear un gobierno reformador.

Esta incógnita solo se despejará cuando Bachelet dé a conocer su gabinete, lo cual podría ser antes de marzo de 2014, fecha en la que debe asumir la Presidencia. Tres meses de especulaciones, aunque sea en un verano austral, podrían hacer un daño gratuito a la economía chilena. Dos nombres suenan para Hacienda, ambos socialistas. Uno es Mario Marcel (1959), cuya trayectoria tranquilizaría a los empresarios ya que es uno de los padres de la regla del superávit estructural del 1% del PIB en Chile. En los últimos años ha estado colaborando con la OCDE y es un economista con gran experiencia internacional. Se le considera una garantía de un manejo fiscal virtuoso. El otro es Alberto Arenas (1965), ex director de Presupuestos con Bachelet. A Arenas se le considera más izquierdista, quizá porque militó en el PC. Se doctoró en Economía en Pittsburgh (EE.UU.) y se asume que toleraría mejor una política fiscal expansiva.

La expansión fiscal es la clave del futuro gobierno. Bachelet quiere gastar en una reforma educativa 3 puntos del PIB. Esto situará el gasto público en el 26% del PIB en 2017. El problema es que el gobierno de Sebastián Piñera dejará el gasto en el 22% del PIB con un déficit por cuenta corriente del 3% cuando Bachelet lo tenía en 2007 en el 17% del PIB con un superávit medio del 5%. Piñera afirma que el terremoto de febrero de 2010 le obligó a subir impuestos y aumentar el gasto.

Para financiar la reforma educativa, Bachelet promueve una reforma tributaria cuya principal medida es elevar el impuesto de Sociedades del 20% al 25%. Pero la medida de mayor impacto recaudatorio será la eliminación de una norma que permitía eximir del pago de impuestos los beneficios no distribuidos que se reinvirtieran. Esto permitió a Chile tener una tasa de inversión superior al 25% de su PIB durante 20 años.

John Müller
Director adjunto de El Mundo de España