Recuerdo, a mediados de los años ochenta, haber abandonado la lectura de un libro de Cioran con un gesto de exasperación. Me parecía que Cioran exageraba la nota de lo irremediable, de lo amargo y de lo determinado de la existencia humana. Yo quería por entonces encontrar textos que me afirmaran en cierta búsqueda despreocupada de las cosas en su aspecto superficial. No había para mí contenidos que no implicaran un ardid siniestro. Lo real eran los mecanismos, lo visible, el lenguaje en lo que por entonces se entendía como su “opacidad”.
Nada puede haber preocupado menos a Cioran que el desdén de un joven anónimo y petulante de la otra punta del mundo; pero en fin, quién sabe. El hecho es que hoy el gesto me parece injusto, y cada tanto vuelvo a buscar la escéptica compañía del viejo rumano y parisino, y en este trance no me cuesta nada encontrarle toda la razón.
Es curioso el modo en que uno trata de ajustar las lecturas a sus estados de ánimo prevalecientes. En una etapa anterior de la juventud, limítrofe con una adolescencia recién dejada atrás, era el Nietzsche más altisonante el que me ocupaba los pensamientos. Quería ese énfasis aforístico, quería esa subrayada voluntad de afirmación. Ese era el modo en que planeaba decirle al mundo unas cuantas verdades que no había tenido tiempo de aclararme a mí mismo. Más tarde aprecié a Nietzsche en la esfera en que lo pone Foucault, pero todo eso ha ido desdibujándose hasta el olvido. Me gustó más cuando alguien me instó a leer a Nietzsche en calidad de humorista: humorista del desprecio, de la negación.
Ahora me he sorprendido buscando textos que cumplan con un cierto modelo de ferocidad, algo que podría denominarse odio rumiado, y lo encuentro en “El hombre común”, ese breve ensayo de Chesterton que puede sorprendernos aunque lo hayamos leído diez veces. Lo sorprendente en esta oportunidad es haber encontrado, entre los objetivos pulverizados por Chesterton, parte del lenguaje que hoy es moneda común en la discusión política, además de la arrogancia prohibitiva del Estado y de la soberbia de los arrebatos bienpensantes.
Son estimulantes los escritos que se proponen obsesivamente desmoronar a un enemigo fantasmal. “Derribar con pequeñas palabras a grandes monstruos de falsedad”, dijo Lytton Strachey, pensando en aquellos puntales del mundo victoriano, respecto del cual su propia madre era el símbolo, el epítome. En este rubro hay un texto conmovedor, el poema “El genio de la multitud”, de Bukowski. Está orientado a la destrucción verbal de “el hombre promedio” o a prevenirnos de la inquina del predicador, del adulador, del opinante de corto alcance. Leon Bloy hizo lo propio con el burgués decimonónico, pragmático, acomodaticio, “tumefacto”, apuntado por Bloy desde la trinchera de un catolicismo desesperado.