Hace 40 años, la ciudad de Nueva York anunciaba su bancarrota. El crimen se había apoderado de las calles, empresas y oficinistas abandonaban la ciudad, la percepción era de temor y el turismo se resentía enormemente. En una medida audaz, las autoridades encargaron una idea. En 1977 apareció el célebre “I ? NY”, diseñado por Milton Glaser, con un éxito fulminante, adoptado con entusiasmo por sus habitantes en cada rincón y objeto de la ciudad, convirtiéndose hasta hoy en la imagen gráfica más reconocible de cualquier ciudad del mundo y posiblemente el logotipo más imitado de la historia. Así comenzó la recuperación del prestigio y la confianza de Nueva York, puesto que se había operado el cambio más fundamental de todos: la actitud de los propios ciudadanos.
El concepto gráfico de una ciudad se remonta a la heráldica medieval: en su origen los escudos de armas de protectores o fundadores, más adelante como enseña de ciudad libre, representando privilegios, patronazgos y atributos. El león de San Marcos será siempre Venecia, Madrid y Berlín son el oso de sus otrora bosques salvajes, Buenos Aires los navíos de su océano de plata. Santiago recibió su escudo de armas de mano del propio Carlos V en 1552, un león rampante blandiendo una espada, en reconocimiento a su pueblo leal y aguerrido sobreviviendo en el fin del mundo. Aunque yo prefiero ese diminuto y encantador signo de Santiago que proviene de la burocracia borbona: una “S” con una “o” por corona, todavía utilizado por nuestra Casa de Moneda.
Hace algunos días se anunció el resultado del concurso para la marca turística de Santiago, organizado por el Servicio Nacional de Turismo junto a seis municipios y otras agrupaciones. De poco le servirá a Santiago declarar una nueva marca, o símbolo, o logotipo, o como se le quiera llamar, si dicho diseño surgió de un concurso lleno de tropiezos (que incluyeron un extraño eslogan finalmente descartado), y donde la ciudadanía no tuvo participación desde el origen mismo del concepto. Inútil justificar el proceso con la intervención tardía de unos pocos ciudadanos, conminados a elegir entre un par de ideas de escaso interés. Imposible, si el diseño ganador resultó ser similar a otros ya en uso para otros propósitos. ¿Cómo hablar entonces de identidad?
Los elementos que representan el alma de una ciudad surgen de las percepciones ciudadanas, o del hallazgo de símbolos que yacen en la historia esperando ser rescatados por algún agudo observador; o son, finalmente, diseños arbitrarios, audaces y evocadores, capaces de estimular la imaginación del ciudadano más escéptico. Nada de eso logramos hoy. Más adelante, cuando el tiempo haya borrado este curioso episodio, tendremos oportunidad de preguntarnos nuevamente qué es lo que mejor representa nuestra gran ciudad, y esta vez deberá ser en serio.