Tempranamente las elecciones presidenciales, que se definirán este domingo, plantearon la relación entre religión y política. Claudio Orrego quiso desafiar a sus contendores de primarias con el eslogan “Creo en Dios, ¿y qué?”. Las críticas no se hicieron esperar.
Evelyn Matthei provocó otra polémica cuando ante un grupo de evangélicos dijo que en su gobierno “no se hará nada que vaya contra lo que la Biblia señala”. Lo que la candidata pretendió, sin duda, fue explicar que no vulneraría los valores cristianos en materia de matrimonio y de protección a la vida humana.
Por su parte, Michelle Bachelet plantea en su programa que la nueva Constitución debiera contener la “reafirmación” de “la neutralidad del Estado frente a la religión”, lo que implicaría la desaparición de los juramentos. Interpelada sobre esto último por su oponente en el debate de Anatel, respondió que, más allá de alguna “frase desafortunada”, lo que se pretendía era “asegurar que no haya una sola religión que predomine”.
Pero si fuera así, no sería necesario ningún cambio constitucional, ya que el texto actual garantiza la igualdad entre las confesiones religiosas. Por el contrario, el programa auspicia un cambio de actitud del Estado frente al fenómeno religioso, y textualmente expresa que “deberá suprimirse de la ley y de las reglamentaciones relativas a poderes del Estado toda referencia a juramentos, libros o símbolos de índole religiosa”.
La candidata Bachelet y los partidos que la apoyan manifiestan una patente insatisfacción con la situación actual, que considera que la libertad de religión incluye expresiones que conforman el espacio de lo público. Una de estas expresiones es el sentido jurídico de los juramentos, por los cuales un fiel, de cualquier religión, pone a Dios por testigo de la verdad de lo que asevera. La nueva Constitución que se propicia debería prohibir que las leyes y reglamentos contemplen, siquiera como alternativa, los juramentos; por ejemplo, en testimonios en juicio, declaraciones juradas notariales, juramentos para asumir cargos y ejercer profesiones, etc. Nótese que estos preceptos, o la práctica con que se aplican, permiten a un no creyente prometer en vez de jurar; a la inversa, el nuevo “Estado laico” no toleraría que un creyente pudiera manifestar su fe prestando juramento. Pareciera que la sola invocación, incluso implícita, de la trascendencia vulneraría la indiferencia religiosa estatal. No extraña, en consecuencia, que se proponga expurgar de la legislación toda referencia a libros (entre ellos la Biblia, a la que se refería Matthei) u otros símbolos religiosos.
Erradicados de las normas que regulan los poderes del Estado, lo lógico será que se excluyan también de sus actuaciones y ceremonias. ¿Continuará celebrándose un tedeum evangélico o ecuménico con motivo de Fiestas Patrias, con asistencia del Presidente y las más altas autoridades? ¿Se darán clases de religión en colegios municipales o privados subvencionados? Si se extreman las cosas, hasta los viejos pascueros —representan a san Nicolás— deberían desaparecer de las reparticiones públicas.
Al avanzar por ese camino no se estará reafirmando un Estado laico, sino construyendo un Estado “laicista”, que no es neutral, sino confesional. La confesión oficial sería la creencia dogmática de que las religiones deben ser arrinconadas en las casas y en los templos. Eso sí, todas por igual.
Un genuino Estado laico debiera, en cambio, valorar el aporte de las iglesias a la cultura, a la ética pública y a la discusión democrática. En vez del laicismo, correspondería promover una laicidad positiva, al estilo de la propiciada por Nicolas Sarkozy cuando abogaba por un espíritu laico que, “al mismo tiempo que vela por la libertad de pensar, de creer y de no creer, no considere que las religiones son un peligro, sino más bien una ventaja”.