Alianza peligrosa, la integración creadora entre un pintor y una escultora diferentes entre sí. Es que el resultado de esto o bien se vuelve híbrido o uno de los dos termina por imponerse al otro. A primera vista, la segunda opción ocurre en el presente caso. Así, la genuina imaginería de Rodolfo Opazo se limitaría a invadir la materia prima proporcionada por los volúmenes en cerámica de Pilar Correa. Antes de dilucidar el problema, comencemos por decir que ambos artistas ostentan una larga trayectoria, aunque la del pintor resulta más amplia y genuina. Sin embargo, luego de un examen detenido, terminamos por reconocer que las obras exhibidas en Galería Animal poseen la autonomía suficiente para hablar por sí solas. De esa manera, sus propiedades estéticas provienen de las dos fuentes señaladas. Resulta interesante anotar, por otro lado, que en un momento de su carrera Correa coincidió con ciertos aspectos de la mirada de Opazo. Nos referimos a la producción gráfica de fines de los años 70 de aquella. Entonces, un personaje suyo —en “La huella”, una especie de siniestro guarda llaves femenino— mostraba ese carácter huidizo, enigmático, espectral, tan típico de los protagonistas de su socio actual. Ahora, no obstante, mayor importancia que ese detalle ofrecen las propias esculturas propuestas hoy día.
Se trata de 22 trabajos, donde la figura humana se vuelca en cabezas, torsos, corporeidades más completas y huevos. Toda esa iconografía se vincula muy fielmente con la existente de un modo persistente en cuadros de muy distintos años del pintor. También esta vez la solidez corporal de los volúmenes tiende a desvanecerse con particular dinamismo, rumbo a ámbitos oníricos. Con especial atractivo emergen las once cabezas. Se muestran ensimismadas, melancólicamente silenciosas, fugaces, envueltas con blandura y hondura por las quietudes del sueño. Sus colores dejan ver un repertorio elegante de blancos, grises, en ocasiones ocres y alguna coloración bien definida y coherente. Pese a ello, dos piezas de esta serie adolecen de cierto desequilibrio formal, debido al violeta demasiado subido de una o a las masas serpentiformes que coronan “Medusa”. Características positivas similares muestran, por su parte, los torsos femeninos. La leve movilidad de su torsión suele sujetarse a una agresión enigmática, proveniente desde el interior mismo del cuerpo. Esta figura, al mismo tiempo, llega hasta experimentar una especie de metamorfosis que inicia un proceso de disolución dentro del bloque cerámico. Corresponde a “Montaña”, donde domina, sin duda, la participación de Correa y su predisposición a lo abstracto.
Otras dos esculturas expuestas nos entregan el cuerpo humano más entero, aunque a través de quiebres corpóreos profundos, dinámicos. Su concurrencia subraya una vinculación con las probables perturbaciones del sueño. Por último, cuatro formas ovoides aparecen incrustadas por figuras más bien masculinas, en bajo —como siluetas— y en alto relieve. Otro par —“Presencia”— posee protagónicos brazos que rematan en esas manos de dedos largos tan típicas del pintor. Asimismo, un pequeño, simple y simbólico huevo acompaña a una de las cabezas. Es de hacer notar, por otra parte, los notablemente adecuados plintos negros que sirven de soporte a las obras; también emparentados con los lienzos. Ambientan la exposición, de poéticos títulos, un surrealista dibujo de 1967 y una tela de 1994, cuya iconografía se despliega, igualmente, en las actuales esculturas.
El pintor adolescente
Prolíficos se muestran los solo cinco años de labor del veinteañero y malogrado pintor nuestro Carlos Faz (1931-1953). En la Sala Matta del Museo Nacional de Bellas Artes se le dedica una quinta y completa retrospectiva de casi 80 obras. Vemos ahí su especial talento pictórico, junto a manifiestas influencias diversas. Cabe imaginar, una vez asimiladas estas, a lo que habría llegado el artista más adelante. En todo caso logra lo mejor suyo, cuando sabe mantener más a raya tales influjos y su tendencia a lo excesivamente narrativo y multitudinario. Entonces emerge sin trabas la fuerza formal —los aguafuertes, por ejemplo—, la intensidad expresiva, el sentido agudo del color —¡esos rojos palpitantes!— y del movimiento corporal. Miró, el cubismo y Picasso marcan buena parte de su producción. Curiosamente, a través de “Plaza en domingo” y del gran óleo en formato asimétrico, nos entrega hasta premoniciones de su propia muerte, respectivamente con el hombre que cae al mar y el ahorcado. 1951, en cambio, constituye una Arcadia feliz, a la que pronto siguen sus angustiados personajes misérrimos. Luego viene el expresionismo y, desde 1952, la marca un poco vociferante de los muralistas mexicanos. A estos últimos tiempos pertenecen, no obstante, cumbres de equilibrio y de profundidad dolorosa, como el muy hermoso “Cellista” y, bastante distinto, “Madre e hijo”, potencia de expresividad y factura tan cercanas a Enriqueta Petit.
“Conversación al alba”
Cerámicas de Pilar Correa para la imaginería del pintor Rodolfo Opazo
Lugar: Galería Animal
Fecha: hasta el 14 de diciembre“Retrospectiva de Carlos Faz”
La obra prolífica y promisoria de un pintor de 22 años
Lugar: Museo Nacional de Bellas Artes, Sala Matta
Fecha: hasta el 5 de enero de 2014