No se puede componer con la ventana abierta, se decía en el viejo chiste televisivo de los Jaujarana. Por motivos distintos, lo mismo puede afirmarse sobre la escritura: resulta imposible avanzar dos líneas cuando desde la calle suben ruidos especialmente incompatibles con el ejercicio de escribir. En esta categoría, por cierto, no entran todos los ruidos de la ciudad, sino aquellos que permean el componente psicológico de la escritura, ese fluido indistinguible de ella misma, ese declive mental que propicia el hecho literario, donde las palabras “hacen cosas entre sí”.
El ruido principal, el que ha motivado la aparición de este tema, proviene de los camiones repartidores que se estacionan con el motor encendido allá abajo frente a mi ventana. Es una nueva costumbre o un nuevo vicio de los choferes: esperar durante lapsos prolongados, los tipos al volante con cara de no estar en nada específico, y el maldito motor que no parece hacer otra cosa que succionar el tiempo. Me imagino que la razón de esta conducta improcedente es la prohibición de estacionar en las calles, medida que tiende a favorecer a los estacionamientos privados subterráneos. Pues bien, estos estacionamientos subterráneos se han ido convirtiendo en un servicio muy insatisfactorio y mezquino: lugares solitarios atendidos por máquinas y cámaras. Es decir, ni siquiera dan trabajo.
Como sea, el hecho es que el ruido del motor de un vehículo estacionado uno lo traduce automáticamente como una cuestión pendiente, una transición que no se lleva a cabo, el anuncio de algo que no se hace, una despedida eterna. La sensación que experimentamos en estos casos es equivalente a la que nos provoca una persona que se niega a cortar una conversación telefónica a pesar de todos los signos verbales y no verbales con los cuales le manifestamos nuestro desinterés.
Otros ruidos nefastos para el trance: la música ajena, ya se trate de una balada “internacional” salida de una radio mal puesta o del Preludio y fuga de Bach o del jazz insistente de un trío callejero. Da lo mismo la calidad de la música en cuestión, el problema es que la escritura no acepta otra música que la propia y que para configurar un texto uno debe enhebrar elementos sonoros de una manera semiconsciente: una sílaba larga, una palabra de origen mapuche y otra latina, un adverbio terminado en “mente”, qué sé yo, ritmos y cualidades musicales de un proceso mudo que hacen recordar los versos de Quevedo sobre los libros: “En mágicos, callados contrapuntos/ al sueño de la vida hablan despiertos”.
Por el contrario, hay fondos acústicos que facilitan la sustracción del pensamiento: el atemperado rumor del tránsito en las calles adyacentes, las risas de una fiesta lejana, pasos en la escalera, el pitido de los zorzales que se precipitan a los pastos al atardecer. Esto para no hablar del sonido del viento en los bosques o del mar en las rompientes, fenómenos geográficamente muy fuera de alcance.