Hasta la masificación del transporte y del turismo, tomar vacaciones fuera de casa era cosa de príncipes y de quienes aspiraran a imitarlos. Evocamos los afiches de líneas trasatlánticas, las descripciones de E. M. Forster o Agatha Christie en sus novelas de viaje, con personajes refinados y libres de preocupación, siempre rodeados de lujo; también los hoteles alpinos o venecianos de Thomas Mann, verdaderos resorts de su época. En Chile, los primeros balnearios notables fueron absolutamente exclusivos, condicionados por las intenciones de sus fundadores, y por sus dificultades de acceso.
Algunas iniciativas, como la de Agustín Ross en Pichilemu y la de Olegario Ovalle en Zapallar, fueron visionarias y rayanas en la utopía. Cuando Olegario Ovalle decidió transformar la bella caleta de Zapallar en un remanso de verano a comienzos del siglo 20, no solo trazó de su propia mano las calles, paseos y costaneras, sino que regaló, y solo a sus amigos personales, los terrenos de borde-mar bajo la condición de que en ellos construyeran casas de calidad. La crónica relata cómo el Ferrocarril del Norte, obra principal de la ingeniería chilena y hoy también reducida a la nada, depositaba en la estación de Papudo, tras una lenta y fantástica travesía, las abultadas familias santiaguinas que llegaban para el largo veraneo de rigor, y cuyo equipaje incluía una cantidad inconmensurable de baúles, muebles, provisiones y mascotas, además de un entourage de sirvientes que, apenas descendidos, revoloteaban en torno a los señores aprontando los carruajes y carretas que llevarían la procesión a lo largo del sendero polvoriento y serpenteante sobre el mar hasta llegar a ese Shangrilá de linajes que fuera Zapallar hasta hace algún tiempo.
Fueron el mejoramiento de los caminos y la masificación de los medios de transportes los que amenazaron y en algunos casos acabaron con la exclusividad de los primeros balnearios. El esplendor Belle-Époque de Cartagena, Pichilemu, Constitución, Papudo y Las Cruces, todos modelados sobre las imágenes románticas y eclécticas de la Côte d’Azur y Biarritz, vislumbró su fin al mismo tiempo que el ferrocarril llegaba a sus puertas, trayendo una enorme población de temporada que se contentaría con comodidades más sencillas. La clase media había conquistado, por fin, sus merecidas vacaciones. Pronto se desarrollaría a lo largo del Litoral Central una sucesión de encantadores enclaves con bellísimos bungalows y chalets en estilo rústico, muchos de los cuales sobreviven.
Hoy, los habitantes de estos antiguos balnearios debaten derechos de agua y planes reguladores que permitan (o impidan) la densificación, producto de condominios y edificios de departamentos (algunos incluso en primera línea, arrasando con la idea del bien público y colectivo), y también intentando limitar la invasión de automóviles en calles estrechas y espléndidas costaneras que alguna vez estuvieron reservadas para el solaz y los amores furtivos en el crepúsculo estival.
(Adaptado de: ‘Chilean Resorts’, revista ARQ N°35)