Me llega un e-mail de una buena amiga venezolana pidiendo solidaridad ante un nuevo atropello a la propiedad privada y la seguridad personal por parte de seguidores del gobierno de Nicolás Maduro. Esta vez fue la ocupación ilegal de la casa del banquero Óscar García Mendoza, luchador en defensa de los derechos individuales y económicos. Es “un claro ataque a quienes disienten, a pocos días de un nuevo evento electoral en Venezuela”, dice un comunicado del think tank liberal Cedice, del cual García Mendoza es vicepresidente.
Las elecciones municipales del 8 de diciembre serán una prueba para la gestión de Maduro, quien avanza a pasos agigantados hacia centralizar todas las decisiones. Con los “poderes habilitantes” con que gobernará por decreto por un año, el sucesor de Chávez va superando el autoritarismo de su mentor. Doce meses durante los cuales Maduro podrá, con el pretexto de luchar contra la corrupción y la “guerra económica de la oposición”, adoptar medidas que le darán un control social total. Doce meses en los que la seguridad de los opositores estará cada vez más amenazada, pues con cualquier subterfugio podría enjuiciar y condenar a quienes estén en la oposición.
Casos como el de García Mendoza debieran abrir los ojos de la comunidad latinoamericana sobre lo que está pasando en Venezuela, donde la inseguridad ciudadana es uno de los principales problemas de la población, junto con la inflación y la escasez de productos básicos. Y el hostigamiento a opositores, a los medios de comunicación y a los empresarios es parte de la política diaria: cien comerciantes fueron apresados por usura, acusados de vender mercadería sobre el precio “justo”, que determina la autoridad.
Los gobiernos de la región hacen vista gorda ante los atropellos. Los presidentes del Mercosur quieren a Venezuela dentro del bloque y realizan gestos de amistad, sin cuestionar la creciente pérdida de libertades que sufren los venezolanos. Ni Dilma Rousseff ni José Mujica, dos ex guerrilleros marxistas transformados en socialdemócratas porque se convencieron de que el socialismo de los años 60 era un fracaso, parecen tener voluntad para encauzar al líder venezolano. Por el contrario, Dilma saca cálculos económicos de las ventajas de tener a Venezuela como receptor de sus inversiones y consumidor de bienes que es incapaz de producir, y el uruguayo busca “fortalecer la integración” haciendo una visita en el mejor de los ánimos. Entretanto, Cristina Fernández parece seguir sus pasos. Si no, ¿cómo entender la “profundización del modelo” que anunció, ignorando la ruina económica que ha sido, para Argentina y para Venezuela, la aplicación de medidas en contra del sentido común y de las reglas básicas de la economía?
Las encuestas no son benevolentes con el gobierno. Según reciente sondeo de IVAD, el 68,5% de los venezolanos ve con malos ojos la situación actual; el 60% cree que es peor que hace un año, mientras el 49% culpa al gobierno del desabastecimiento, y el 59%, de la inflación. Lamentablemente, ni estos números permiten apostar a que la oposición arrase en las municipales: 59% apoya la “dirección del país establecida por Chávez”; es decir, a Maduro.