El canal público sufre, lamenta la partida de María Eugenia Rencoret, la realizadora que por 28 años laboró en su área dramática llegando a liderarla, y anotarse logros como consolidar las teleseries nocturnas, crear las de la hora de almuerzo y obtener récords de sintonía como los de “Amores de mercado” o “Dónde está Elisa?”. Rencoret no se va sola, se lleva a sus realizadores más cercanos, productores ejecutivos y directores, para trabajar todos juntos en Mega, la competencia directa del canal.
¿Traición? Pues no. Esta historia es más bien una de amor imposible, una donde la relación que por décadas salió adelante pese a los avatares de la competencia no pudo resistir a las presiones económicas que marcaron su final.
¿Ambición? Tampoco es así. La semana pasada Rencoret había llegado a un acuerdo con la plana ejecutiva para renovar su contrato con la red pública, pero la plana mayor de ésta, el directorio, no lo visó. Se consideraron los montos excesivos, fuera de la realidad, y finalmente el acuerdo se rompió. Apenas días después llegó Mega, mostrando que los números que se pedían para ella y su equipo no eran imposibles de solventar.
Y esa es hoy la realidad de la televisión. Un mercado donde cifras astronómicas —los trascendidos hablan de 70 millones de pesos—pueden permitirse, porque en ellas no solo se consideran rentas fijas sino también bonos por desempeño o participaciones en las ganancias de los productos que se llegan a crear.
Las nuevas lógicas del negocio televisivo no son tan diferentes a las de otros sectores de la economía del país; y ese diagnóstico, en un mercado donde operadores como Luksic o Bethia han entrado a competir, es algo que debiera haberse tenido a la vista cuando se decidió no refrendar el acuerdo que Rencoret y los ejecutivos habían logrado alcanzar.
Desconocer esa realidad es la peor de las señales que se puede dar para el futuro de la estatal. Desde el directorio puede ser visto como un golpe de autoridad, como un resguardo presupuestario o incluso como una reprimenda moral. Pero en un gobierno corporativo que debe representar los intereses de todos los chilenos, cuyo presidente Mikel Uriarte cesará en marzo ante el recambio presidencial, es una muestra de cortoplacismo que paulatinamente irá dañando al canal. También es una alerta de desgobierno o, al menos, de falta de alineamiento interno e inestabilidad.
Porque incluso más allá de las personas, lo que se termina por afectar es Televisión Nacional. Se le golpea no solo en un área estratégica de su programación, sino también emblemática de su identidad. Es gracias al trabajo en ficción que la red pública pudo abrir debates sociales que después, mucho después, se instalaron en otros espacios de discusión.
El peor final para esta teleserie que hoy se escribe en el mercado de la televisión es que este tipo de diagnósticos termine por afectar la nueva Ley de Televisión Nacional. Ya han surgido voces que hablan de la necesidad de mayor financiamiento y —por cierto— control estatal. Pero a la televisión pública no se le protege resguardándola de la voracidad con que hoy se transan los ejecutivos, realizadores y rostros de la TV. Lo que cabe es defender el autofinanciamiento, la autonomía y —dados los tiempos que corren— la competitividad.