¿Estamos los chilenos dando un giro a la izquierda? Más allá de las caricaturas, basta con una mirada rápida a la manera en que el país ha organizado aspectos clave de lo público para entender por qué la ciudadanía demanda reformas que nos vuelvan una sociedad más solidaria e inclusiva.
El sistema de pensiones —que tuvo por lo mismo que ser reformado— es un excelente ejemplo. Como no se promete más beneficios de lo que el ahorro individual puede financiar, el sistema instaurado en Chile a inicios de los años 80 es un sistema solvente. Pero ello se consigue a costa de imponer riesgos en los trabajadores, en particular el de la longevidad, el no tener ingresos para cotizar y el de los retornos financieros.
Ello se debe a que un sistema puro de cuentas individuales no incorpora solidaridad y, por tanto, cada trabajador debe arreglárselas por su cuenta. La pensión mínima garantizada creada en 1981 tenía requisitos tan exigentes que prácticamente no cubría a nadie. Luego, un sistema así puede ser solvente, pero es totalmente insuficiente en lo que se refiere a protección.
Al mismo tiempo, se entregó a los privados la administración de los fondos. Por diversos motivos, la sensibilidad de las personas a las comisiones de las AFP es muy baja y, por tanto, no hay incentivos reales para que ellas compitan por proveer al menor costo posible un servicio que obligatoriamente debemos contratar.
El sistema educacional escolar fue creado sobre las mismas bases: la idea de que la competencia entre establecimientos elevaría la calidad.
Los colegios particulares subvencionados no lo hacen mejor que los municipales una vez que se toman en cuenta las diferencias entre los niños que educan, como mostramos en investigaciones realizadas con Bernardo Lara y Alejandra Mizala. En particular, es clave reconocer que (algunas) familias pueden escoger entre establecimientos y sobre todo que los colegios particulares pueden elegir a las familias que atienden.
Para una familia es muy difícil evaluar la calidad de la enseñanza entregada, incluso, una vez que el hijo o hija se gradúa de la enseñanza media. Es igualmente difícil cambiar a los niños de colegio tratando de seguir alguna medida de calidad. Es un proceso costoso, lleno de incertidumbre, y muchas veces son los niños mismos quienes no desean cambiarse de establecimiento.
En un contexto así, es más fácil para las escuelas “competir” escogiendo a los alumnos que tienen ventajas (culturales, de recursos y otros) que competir proveyendo calidad. No es extraño que tengamos un sistema que segregue a los alumnos y que provea una educación que, comparada con los niveles internacionales, no es buena ni siquiera en los colegios más caros y exclusivos del país.
Un tercer ejemplo es nuestro sistema de impuestos a la renta. Bajo la consigna de que el gasto social sería el único instrumento para redistribuir, nos hemos dado el lujo de mantener un sistema que es progresivo en el papel, pero cuya progresividad es erosionada en la práctica por tratos preferenciales que benefician a quienes más tienen.
En particular, tres factores en conjunto hacen único nuestro sistema: la integración de ingresos, el que los dueños de las empresas solo paguen cuando retiran sus utilidades, y la gran brecha entre la tasa a las empresas y el máximo del Global Complementario. Este modelo es una puerta abierta a la evasión, la elusión y la inequidad. Así, no es de extrañar que a pesar de que el sistema data de 1984, ningún otro país del mundo lo haya adoptado.
Como la desigualdad de ingresos en Chile se debe a la distancia de los ingresos de quienes están en la parte alta de la distribución, es irrisorio pensar que se puede enfrentar la desigualdad solo sobre la base del gasto social.
No es factible hacerse mínimamente cargo de este problema sin una reforma tributaria, una que de paso aproveche de introducir incentivos reales y directos a la inversión y la productividad.
Chile necesita una mirada distinta. La educación, la salud, las políticas urbanas, la protección social y también los impuestos deben balancear incentivos y solidaridad. Los ejemplos que describo aquí tratan de políticas que no solo fallan en traer seguridad a las personas; ni siquiera alinean bien los incentivos. Luego, nadie debiese estar sorprendido de que la ciudadanía mayoritariamente haya votado por moverse hacia un país más digno y mejor para todos.