Alguien me decía que los niños de hoy viven, a través de los juegos virtuales, en una especie de continuo: una cuestión que es pura inercia, sin principio ni fin, un mundo con sucesivas puertas y caminos y ciudades y etapas que pasar para seguir en lo mismo. La persona que me hablaba no formulaba con esto una crítica. Más bien pensaba que por medio de esta dinámica los niños se protegen del vacío que siempre conllevan las horas muertas del día.
O sea, no habría ya horas muertas, porque siempre es posible rellenarlas con algo. Para la gente de más edad es muy extraño imaginar una vida estimulada en todos los flancos. Cuando nos oponemos al formateo ofrecido o impuesto por el mundo circundante, es precisamente para recuperar esos estados remotos, ya tan difíciles de vivir: la ingravidez de la tarde entre la siesta de los otros y la hora del té, entre el fin de las tediosas teleseries y las primeras insinuaciones del anochecer en el cielo, entre los martillazos de una faena lejana y la luz de encendido de una radio sintonizada en algún programa vespertino.
Esas brechas del tiempo eran como una circunnavegación en torno a uno mismo. Éramos seres vacíos, livianos, medio flotantes. Se trataba de una experiencia tan cercana al aburrimiento que se confundía con él. Es posible que incluso fuera una modalidad benéfica del aburrimiento: el aburrimiento sin ansiedad. Por ahí uno enganchaba también con la lectura: leer por no tener nada más que hacer, leer por ingresar precisamente a un continuo, a algo que por un momento parecía no tener principio ni fin: húmedos callejones de piedra, playas de atmósferas oxidadas, lo que fuera.
Es muy molesto cuando alguien habla políticamente de la lectura. Quien así procede, generalmente lo hace para afirmar convicciones y desatender los fenómenos. Al rato saltan las estadísticas, las expresiones como “habilidad escri-lectora”, la invocación a las políticas públicas. Lo otro: cada vez que la lectura se inyecta en el magín de los niños por “fomentar” sus beneficios, podemos estar seguros de que los textos entregados serán malos, infantilizantes, remilgados o añejos.
El antiguo aburrimiento era una antesala gratuita de la lectura. Gratuidad es una palabra clave en el análisis de esta experiencia: leer equivalía a quedarse pegado en una imagen, a perseguir un encadenamiento de ideas, a ser sorprendido por la comicidad de un párrafo y a dejar botado sin culpa todo libro que se nos antojara arduo, incomprensible, tedioso.
Y lo último: las primeras lecturas parecen ser una forma de vislumbrar la propia intimidad. En el círculo de la luz y en el rectángulo de la cama nos gustaba sentirnos la parte silenciosa de una casa que nos contenía y que a la vez se recortaba en el mundo ajetreado y ajeno.