Es costumbre arraigada de nuestro periodismo deportivo juzgar los comportamientos de dirigentes como si fueran acciones de deportistas. Las analizamos en detalle, como si respondieran a una estrategia premeditada o producto de una rigurosa ejecución, cuando por lo general son reacciones emocionales sin ningún lineamiento doctrinario ni plan maestro, más allá de una calentura del momento, o confabulaciones tan gruesas que por lo mismo llegan a ser peligrosas. Y si bien son ellos, los dirigentes, los llamados a predicar con el ejemplo, la cantidad de episodios históricos es demasiado alta como para pretender instituirlos como modelos.
Las lecturas que se les otorgan a las maniobras directivas, a su vez, suelen estar calibradas muchas veces por las simpatías u odiosidades que tenga el "medio" hacia los protagonistas. A José Yuraszeck se le ha censurado por ingresar al vestuario de los árbitros a intentar algo que aún nadie ha probado, pero que se sospecha: persuadir de mala forma a Enrique Osses para reanudar el suspendido clásico. Algo que difícilmente se acredite, por los antecedentes y testimonios hasta ahora conocidos. Lo único concreto es que Yuraszeck mintió y que por eso será juzgado por un tribunal de honor.
Todas las elucubraciones posteriores respecto del presidente de la U están asociadas, más que a la relación de hechos, a las características de un personaje con un pasado empresarial que lo condena, un liderazgo que rezuma una desmedida ambición, una conducta patronal casi extemporánea para el marco de una sociedad anónima, y una gestión bien poco exitosa en cuanto a resultados deportivos. No se trata de pecar de ingenuo: Yuraszeck no es un niño de pecho. Pero a lo menos se merece un debido proceso, antes de culparlo por algo que no se sale de los cánones de muchos otros dirigentes del fútbol chileno. Lo que no lo justifica ni dignifica.
Pero mientras unos son presas de su pasión y estiran la cuerda más allá de lo razonable, hay otros que hacen ostentación de sus apetencias y parecen dispuestos a cruzar una línea sin retorno. Raúl Labán está jugando con fuego en su pretensión de recuperar Colo Colo para los socios y generar un creciente clima hostil hacia la ya complicada Blanco y Negro. Nadie puede prohibirle a Labán hacerlo en su calidad de presidente del Club Social y Deportivo. Lo esperable es que sume fuerzas con responsabilidad y nobleza, sobre todo si lo que persigue es el bien de un club que hoy opera como sociedad anónima deportiva, entre otras razones por una seguidilla de paupérrimas administraciones de las que él fue parte.
En una semana particularmente sensible, la intimidante presencia de dos encapuchados en el Monumental vociferando contra los jugadores y el incidente con desaforados hinchas que acudieron al estadio a comprar entradas para el partido de este domingo, a sabiendas de que estas solo se comercializaban por internet, no pueden leerse como incidentes aislados ni aleatorios. Son acciones groseramente concertadas, riesgosamente coordinadas, gruesamente activadas. ¿Le hace bien a Colo Colo que de nuevo aparezcan delincuentes que se disfrazan de hinchas para recuperar el poder? Labán algo tiene que decir al respecto. Aunque nada tenga que ver.