Siempre me han parecido injustificadas las alarmas que cíclicamente se activan ante el empobrecimiento del lenguaje, fenómeno que se evidenciaría sobre todo en el habla de los jóvenes. Vengo escuchando advertencias y admoniciones de este tipo desde que era niño, a veces acompañadas de estadísticas severas que demuestran que en Chile usamos muchas menos palabras que en sociedades mejores, más cultas, más justas o directamente más macanudas.
En Chile (según este entendido, un país tan por debajo de la riqueza verbal mínima deseable) se han producido desde hace décadas las renovaciones de la poesía en castellano y hasta donde yo sé la comunicación funciona todos los días en niveles tan normales como los de cualquier otro lugar del mundo. La verdad es que las taras del lenguaje solo parecen darse en casos individuales. Nunca he sabido, por ejemplo, de la existencia de sociedades afásicas.
En la literatura, el criterio de la riqueza del idioma no corre para nada, al menos en sus aspectos cuantitativos. Que tal autor use muchas palabras podría ser incluso un punto en contra, un despropósito. La "palabra justa", ese utópico deseo de perfección realista, implica bloquear cualquier tendencia al engolosinamiento con los adjetivos y los sinónimos. En otro frente, Borges confiesa en alguna parte haber dado un paso significativo al abandonar su barroquismo inicial en beneficio de una prosa más económica o directa.
Un amigo al que participé de estas observaciones me comentó lo siguiente: que estaba claro que la pobreza de vocablos es un signo de que el castellano chileno está pasando de una etapa analítica a una sintética, y que es un gran logro haber llegado a utilizar la palabra "huevada" para designar objetos, conceptos, intenciones, procesos, comunidades, lugares geográficos, recuerdos, sensaciones, todo en el curso de una misma conversación.
He pensado que cuando los jóvenes se expresan con monosílabos y balbuceos no significa que sean seres averbales, sino que simplemente no quieren hablar con nosotros. Yo me recuerdo así, al menos, cuando las oficiaba de adolescente: a la defensiva ante ciertos adultos preguntones, refugiado en un mutismo que podría haber sido entendido como estulticia o debilidad de la mollera. No es distinto, en todo caso, lo que hacía la niña Maisie, uno de los personajes más profundos de Henry James.
Finalmente la última apreciación: si el idioma soporta los lugares comunes de la televisión, las insistencias de la publicidad y los eslóganes de las campañas políticas (o sea lenguaje vacío, puras acciones, puros efectos), quiere decir que nada le hace daño.