Hace 20 años se sentenció la muerte de los estelares y hace 15 la de los programas de concursos de habilidad. Cada año se dice que el Festival de Viña vive sus descuentos y, prácticamente, cada semestre las teleseries nacionales parecen peligrar. Claramente, el diagnóstico que hacemos de la televisión está lejos de apuntar hacia lo saludable; más bien nos solazamos en búsqueda de la enfermedad y nos apresuramos a extender el certificado de defunción.
“Trepadores”, el último fracaso televisivo de la temporada, el reality show de encierro que Mega decidió cancelar antes de lo pronosticado, ya apresura las condolencias de todos quienes quieren ver bajo tierra a uno de los géneros televisivos más populares, innovadores, reveladores y —por cierto— controvertidos de la nueva generación. Pero no. En su salida de pantalla no debería sonar de fondo un réquiem tan ambicioso como el que se le quiere dar.
El bajo rating del programa, que proponía una carrera por ascender al Aconcagua, no es sinónimo de pérdida de entusiasmo por la telerrealidad. Mucho más simple: es solo un mal programa; uno de escasa calidad.
Desde su inicio, “Trepadores” quiso ser visto como una gran metáfora de lo que las celebridades están dispuestas a hacer por estar en televisión. A poco andar, esa codicia narrativa se apropió incluso de su equipo creador. El grupo liderado por el productor ejecutivo Nicolás Quesille se mostraba dispuesto a traspasar cualquier barrera —de la coherencia, el gusto y el pudor— por salvar la producción.
Con un casting armado con el reflujo de otros realities y una dinámica de juego incierta, más dirigida a la provocación gratuita que a la surgida de la interacción, el espacio comenzó a mostrar que no basta cumplir con los clichés del género para hacer un buen programa de televisión.
Si alguien hubiera prestado atención, habría visto lo esquizoide que resultaban los consejos inspiracionales del montañista Claudio Lucero a un grupo de competidores que, desde las cámaras de la producción, eran enfocados desde el trasero en el caso de ellas o exhibiéndose desnudos, en el de ellos.
Incluso, más allá de su propia emisión, si “Trepadores” hubiera estado en un canal comprometido con su producto —o con la coherencia de una parrilla— se lo habría tratado de salvar con apoyos de otras franjas de programación o con mayor intervención de rostros de la estación.
Pero no, otra vez no. Ni el canal estaba para dar oxígeno a un caso terminal. Un reality de encierro sin concepto claro, sin estética propia, sin dinámicas reconocibles y sin casting atractivo, estaba lejos de sobrevivir. Otra cosa es la telerrealidad, que con un buen concepto y casting puede funcionar incluso con grados de calidad. Eso bien lo sabe Quesille, que fundó el género con “Protagonistas de la fama”, ayudó a cimentarlo con “Pelotón” y, entremedio, más de una vez lo desahució (“El juego del miedo”, “El experimento”).