Las controversias generadas por esta película tienen que ver con las dificultades para comprender el carácter de mediación del lenguaje, limitaciones que por lo general se multiplican cuando se trata del lenguaje de la representación en el teatro y, peor aún, del lenguaje de la puesta en pantalla que es la base del cine. Si se sobrepasa esas barreras, nadie podría creer seriamente que se trata de una cinta sobre el senador Jaime Guzmán.
Ni siquiera el hilo narrativo soporta esta apreciación. En este plano, El tío es una película sobre hacer una película, y el hecho de que su protagonista forzoso, Ignacio Santa Cruz, sea sobrino de Guzmán parece tan circunstancial como si lo fuera de cualquier otra figura pública. Santa Cruz está obsesionado con su tío. Lo estudia, lo imita, trata de explicar y entender sus conductas históricas, públicas y privadas. Quiere hablar, razonar, imaginar como él.
Pronto se hace visible que el esfuerzo de Santa Cruz no es de representación, sino de suplantación, y que su ansiedad busca en la figura del tío la explicación a sus contradicciones personales. Lo incomoda su homosexualidad, hasta el punto de que en el medio del proceso rompe con su pareja, que no lo entiende, y opta por uno de los actores que encarnará a uno de los asesinos, una forma de reversión tanática que revela la profundidad del trauma. Lo incomoda su posición social, que parece sobrellevar como otro castigo. Y lo incomoda, sobre todo, su cuadro familiar, al que culpa de todo lo anterior.
No es todo. Santa Cruz está a merced de los juicios que el director contratado, Mateo Iribarren, y el pequeño grupo de actores, también contratado, tiene sobre el Guzmán real. Se trata de juicios sumarios, cuya fijación con la Constitución de 1980, como si el Guzmán real hubiese hecho solo esto y en calidad de autor solitario, resulta más un tributo a las discusiones de la coyuntura del Chile del 2013 que a la revisión de la historia reciente. Si tiene algún contenido político, El tío milita mejor en las filas de la Asamblea Constituyente que en las de la crítica a la idea que Guzmán tuvo de Chile.
Por supuesto, porque no necesitan hacer otra cosa, Iribarren y los actores construyen de sí mismos el retrato que les apetece: rebeldes, críticos, independientes, bravos. Quien queda solo es Santa Cruz, abandonado en un ejercicio narcisista que falla incluso en su eventual dimensión terapéutica: en la última línea, no es capaz de comprender a su tío, lo imita malamente y se ve derrotado por esa inteligencia a la que no logra alcanzar.
De la película que pudo ser El tío sólo se divisan unas pocas secuencias, unos pocos minutos en blanco y negro (otra fantasía egótica), cuyo mejor momento es el plano continuo donde los ejecutores se aprestan a matar a Guzmán a la salida del Campus Oriente de la Universidad Católica. Uno diría, por este plano, que pudo ser una película potente. Pero es que en todo el resto ni siquiera lo intenta.
El tío. Dirección: Mateo. Iribarren. Con: Ignacio Santa Cruz, Mateo Iribarren, Andrea Freund, Aníbal Reyna, Alejandro Trejo.
107 minutos.