El Museo Nacional de Bellas Artes dedica todo el primer piso y la Sala Chile a su 11a Bienal de Artes Mediales (BAM). Hay en ella mucho que ver y, acaso, no demasiado que admirar. Mayoritariamente participan autores nacionales y unos pocos venidos del extranjero. Si bien aliado con otras disciplinas, en general el video proporciona los trabajos más convincentes. De todos modos, como género, predomina la instalación. Por otra parte, de una exposición como esta, donde la tecnología y la ciencia ocupan un lugar protagónico, debieran esperarse obras de factura impecable, cuando de realizaciones de esa clase se trate. Sin embargo, aquí esto no siempre sucede. En cuanto a género, predomina la instalación. Ella suele integrar ordenadores interactivos, documentos, fotografías, objetos muy diversos, algunas esculturas y grabados, textos, cortometrajes y, por supuesto, videos del más variado tipo. Una compatriota nuestra, Simone Chamberland, puede decirse que abre la exhibición. Se trata de gráfica suya de 1970, con sus características máquinas espaciales y la sencillez elocuente de sus procedimientos; cabe considerarla, pues, toda una precursora. Otro participante notable resulta, una vez más, el alemán-uruguayo Luis Camnitzer.
Probablemente nos proporciona la realización más personal y bella de esta Bienal. Es que la simplicidad y elocuencia de sus conceptos creativos vuelven a imponerse. Así, de dos largas líneas horizontales paralelas, que jamás se juntan, la inferior consiste en un manuscrito poético filosófico, escrito directamente sobre el muro; la porción superior, en cambio, se materializa en una sucesión ininterrumpida de pequeños objetos utilitarios. Constituye una imaginativa metáfora del posible vínculo entre ilusión y realidad cotidiana, entre propósito y logro, entre la idea y lo tangible.
Pero en la presente ocasión Camnitzer, junto con autores galos y de otros países, forma parte del envío francés FRAC (Fondo Regional de Arte Contemporáneo de Lorraine), ya representado con anterioridad, y más de una vez, en nuestro país. En él, fuera de la proyección de cinco videos —de Jonas, Bahri, Tan, Dekyndt, Cool y Balducci, ejecutados entre 1968 y 2011—, encontramos la instalación de la catalana Angels Ribé, aunque de 1973, que determina un ordenamiento conceptual de Santiago, de acuerdo a los puntos cardinales que marca una brújula sobre el mapa capitalino con oficialización del poder legislativo. La húngara Yona Friedman entrega, entretanto, la un tanto gastada imagen de una colgante nube de alambre. De Jordan Wolfson (USA), su cinta de 16 mm simplemente no se hallaba funcionando los dos días que visitamos la exposición. Igual cosa ocurrió en una rotonda del primer piso del Bellas Artes: casi a oscuras y posiblemente preparada para un amplio video bordeado por una especie de foso, no mostraba nada y ni siquiera había indicación de autor.
Dentro de otra rotonda, también sobre una gran pantalla semicircular, sí aparece el aporte del colectivo Trimex crew y sus fantasías visuales de fuerte sentido espacial. Por el contrario, documental resulta la proyección en blanco y negro del chileno Leonardo Portus, en bien logrado contrapunto con la famosa “Torre de Tatlin”. Esta, en giro perpetuo y con música de carrusel, introduce la sombra de su volumen dentro de la filmación, provocando un diálogo ideológico entre La URSS y nuestra UP.
Asimismo, a artistas nacionales se deben videos muy interesantes.
El de Nicolás Rupcich nos introduce en la grandeza sobrecogedora del Parque Torres del Paine, visión que se termina por anular progresivamente, a través del desenfoque de un inesperado bloque negro. Del todo distinto al anterior, Enrique Ramírez sabe captar la monotonía monumental del balanceo sutil de un gran barco en medio del océano. Entre muchos otros participantes, sumemos a los recién comentados los atrayentes trabajos del dúo Cristóbal León y Joaquín Cociña —instalación con un filme de animación con sus personajes genuinos e inserto en el seno de una miserable vivienda precaria—, del Colectivo MICH —todo orden y limpieza formales—, de Romy Rementería —escultura habitable de ramaje natural entrelazado—, de Francisco Muñoz y sus ingeniosos “Picorocos”, y de Javier González y sus variaciones alrededor del logo cinematográfico Paramount. Por último, si Manuela Viera-Gallo recurre a sus aves de madera con cámara de vigilancia para intervenir detalles arquitectónicos del museo, debemos decir que Pilar Quinteros con su escultura en plástico no consigue ir más allá de Paolozzi, el conocido pop británico.