Qué logro con escribir, si cuando usted lea estas líneas, preciados lectora y lector, de la casona que tanto admiré no quedará más que polvillo, una fotografía y el recuerdo angustiado de quienes pudimos conocerla. Cómo explicar que lo que trato de defender no es solo un palacete (ni nada menos), sino una cuota de placer colectivo, de orgullo ciudadano, de belleza, de historia, de dignidad.
La casa Montt era sólida como un castillo, enorme y elegante como el nombre de la familia, una presencia imponente en la esquina de Compañía y Riquelme. Tenía exactamente 120 años, obra del arquitecto e ingeniero catalán José Forteza, autor también de ese otro increíble palacete neogótico que nos deslumbraba en la esquina de Alameda y Estado, torpemente demolido en 1976. A esta, el peso del tiempo y el abyecto abandono le habían agregado un halo de estoicismo y misterio, pero ni aun así renunciaba a su magnificencia. En su interior había maravillas: una gran escalera conducía desde la calle a la planta noble, en que cada recinto estaba profusamente decorado, desde el pavimento hasta el último rincón del cielo, con exquisitos estucos y boiseries, iluminados por lucernarios de fierro fundido. Todos los colores originales estaban conservados. Ahora los únicos que podrán narrarle esas maravillas a sus hijos serán los obreros que tuvieron que enterrar la picota en los espléndidos yesos, reventar los intrincados artesonados, hacer astillas las carpinterías de maderas exóticas primorosamente talladas, arrasar con los frescos de cielos y muros con escenas de Italia y Chile; en fin, demoler ese lujo irreproducible y echar por tierra todo aquello que había sido hecho con tal calidad y opulencia que duraría hasta el fin de los tiempos y más allá. Hasta hoy.
La casa estaba contigua al límite de la zona típica del Barrio Yungay, zona sujeta a protección legal. Separada de su destino por una línea de lápiz en un mapa, de nada sirvieron los esfuerzos de la Municipalidad de Santiago y del Consejo de Monumentos Nacionales para persuadir a los propietarios de preservarla: tal vez lo único que esos esfuerzos lograron fue apresurar su demolición. Porque lo que tiene valor ahí es un pequeño paño de tierra, no el lujo inconmensurable ni la historia.
Escribo, pues, para exorcizar mi consternación, mi pena y mi ira por el despojo de mi país. Y para animar a los más jóvenes, ya que poco pudimos entre nosotros, a impedir tanta ruina. Bien sabemos que donde por 120 años se irguió un palacete de ensueño, pronto se levantará algún edificio insignificante hecho de cartulina y engrudo; plata fácil, pésima ciudad. ¿Estamos derrotados? Espero que no. Pero cada generación tiene sus dolores por casonas perdidas. Y este es un dolor que hoy a mí me toca.