Hay gente a la cual las transmisiones del fútbol por radio le resultan anímicamente intolerables. Le provocan un sentimiento de desazón que parece venir de las profundidades del alma. Yo tengo una teoría: se trata siempre de personas cuyos padres escuchaban el fútbol en las tardes de los fines de semana, particularmente la tarde del domingo. En la experiencia infantil esa circunstancia tiene que corresponder al primer contacto con el abandono. Todos hemos vivido alguna vez ese escalofrío dominical de la hora del crepúsculo, ese desajuste en el termostato, esa sensación de que no se pertenece a ninguna parte y que no hay dónde renovar las provisiones de alegría.
Pensé en esto mientras escuchaba hace poco un partido de fútbol en la radio de la cocina. No lo hice por nostalgia, sino por necesidad: la televisión transmitía el partido solamente a través de no sé qué señal premium y contratarla me pareció un exceso. Entonces ahí quedé: un poco magnetizado por el vertiginoso relato radial, interrumpido en los momentos de distensión por cuñas comerciales dichas a toda velocidad. El relator del partido terminaba invariablemente sus frases con la figura de énfasis denominada anaptixis: decía “univeresidada” en vez de universidad, “pasato” en vez de pasto.
El hecho es que de vez en cuando se leían mensajes que mandaban los auditores a través de sus celulares y ahí se producía ese abismamiento propio de todo relato futbolístico: la aparición de las distancias. En la serie de saludos, alguien afirmaba ir en la micro volviendo a su casa, otro decía estar cuidando un sitio en Puente Alto, otro estaba celebrando un santo con sus hijos. Destinos humanos simultáneos y lejanos entre sí, solo encontrados casi por azar en la señal medio inestable, cuyos chicharreos parecieran traer las voces del otro mundo.
Me he dado cuenta de que, con una sola excepción, me llevo mal con las personas que detestan el fútbol y lo desacreditan por ser gusto de las masas o vehículo de estupidizaciones colectivas o lo que fuere. Como la poesía, el fútbol opera en una estructura de cierta complejidad y de muchas gamas. Cubre el amplio rango que empieza en lo físico y termina en lo metafísico.
A mi amiga-excepción le he sugerido que vea en internet los goles de Roberto Carlos, particularmente uno que anota con la camiseta azul de recambio del Real Madrid, algo casi impensable, un chute violento desde la línea de fondo, sin ángulo, que no se sabe cómo entra al arco, y él mismo autor del gol no lo sabe por el modo en que se toma la cara con incredulidad.
Otras recomendaciones: dos crónicas muy emocionales y emocionantes de Martín Kohan (una que se titula “El fútbol y yo”, y otra sobre su relación con Gatti, el eterno arquero de Boca), y también los relatos de Rafael Bielsa, sobre todo el de las cartas de Amadeo Carrizo en su lejana juventud.