Es difícil conocer bien cómo se habrá leído cuando fue publicado, pero si leemos El Quijote hoy, más allá de las abundantes caricaturas sobre el personaje o del mismo adjetivo quijotesco, las dos novelas son una lección de ambigüedad. Cervantes pone en acción a un consumidor afiebrado de novelas de caballería que amenaza a inocentes y destruye tabernas, pero se cuida muy bien de realizar un juicio moral sobre él, de manera que cada lector debe hacer su propia evaluación de lo que está leyendo: ¿el hidalgo es un idealista incomprendido?, ¿un tonto que no sabe dónde está parado?, ¿ambas cosas a la vez?, ¿puede eso ser posible? Si el Quijote todavía es hoy una pieza fundamental de la literatura, se debe a esa indeterminación, que deja el terreno abierto a una multitud de lecturas, diversas y contradictorias.
Esto viene a cuento porque “Morales, el reformador”, la recién estrenada película del chileno Víctor Cubillos (1976), se plantea abiertamente como una lectura o una suerte de reformulación del Quijote. En ella, Ulises Morales (Víctor Montero), un hombre en sus treinta, se pasea en su pequeña camioneta por Santiago en busca de infractores de la ley, como conductores ebrios, colados en el Transantiago o compradores de películas piratas, a los que registra con una cámara y luego “penaliza”, mediante un cobro en billetes o alguna forma de humillación, bajo la coerción de una pistola que lleva en su costado. Como el Quijote que dice haber leído, Morales tiene también su Sancho, un perdedor al que le da una oportunidad (Ricardo Cubillos), y su Dulcinea, la garzona de un restaurante rural (Daniela Castillo), de quien se enamora platónicamente.
Lo interesante de la cinta es que, pese a su ánimo paródico y algo caricaturesco, Morales no es un tonto desechable. A su manera, tiene cierta razón y sentido en lo que exige a los ciudadanos, así como en los valores que busca para la sociedad. Sus métodos, sin embargo, son errados, porque consideran el chantaje, la amenaza, la arbitrariedad. Imponer la justicia por las propias manos es, por cierto, una forma de fascismo. Esta contradicción entre intenciones y métodos tiene, además de los literarios, ricos antecedentes cinematográficos. Sin ir muy lejos, “Harry El Sucio”, “Taxi Driver” o “El caballero de la noche” enfrentaron dilemas parecidos con recursos y resultados distintos. En todas ellas, sin embargo, sus directores se la jugaron por sus protagonistas sin mediatintas, por perdidos y errados que se encontraran o, incluso, sin siquiera considerar que pudieran estar equivocados. “Morales, el reformador” falla, sin embargo, en confiar más en las razones de su protagonista, en hacer más estimables sus motivaciones, en seguirlo más que juzgarlo. Esto implicaba un riesgo, por cierto, porque las conductas fascistas del protagonista podían leerse como una muestra de las intenciones del realizador, algo que en un país como Chile, donde todo se mira con muy poca distancia o humor, puede suceder perfectamente. Quizás por esto, quizás por otras razones, Cubillos evita que Morales caiga bien, provoque simpatía o tenga más coherencia ética, y prefiere tratarlo con más frialdad y severidad, al punto de prácticamente condenarlo hacia el final de la cinta. Cervantes se cuidó muy bien de caer en esta tentación. Con todo, su película se sale del común denominador del cine chileno y revela un ánimo de experimentar fuera de las esferas del realismo estricto o simulado, camino que ya había comenzado con su encantador primer largo, “31 de abril” (2009). Por lo pronto, su breve carrera ya ha contribuido a darle diversidad al panorama actual del cine chileno.