La igualdad, cuando es elevada a categoría de norma absoluta, deviene a muy corto plazo en criterio de persecución.
¿Por qué? Muy sencillo: solo son iguales los que la ideología dominante califica como tales. Los demás son considerados explotadores, discriminadores, violadores y criminales. En consecuencia, hay que descubrirlos, denunciarlos y eliminarlos.
Es Orwell una vez más. Volver a Orwell, una y otra vez, parece majadería, pero, ¿quién duda de que hay algunas repeticiones que purifican, que salvan? ¿No consiste acaso la sabiduría en esa recurrencia a unas pocas ideas madres? Y Orwell mostró la radical injusticia de la radical igualdad.
No es solo un tema de la Barcelona del 37 o de la URSS de Stalin. Es cuestión de cada ambiente en que los igualitaristas —los socialistas— logran la hegemonía, capturan de hecho una institución y la someten a sus procedimientos niveladores. Se acaban ahí la democracia y la participación, tan cacareadas mientras eran opositores. Con la típica soberbia del iluminado, despliegan entonces el aparato persecutorio. A veces desde el poder formal, otras desde el poder fáctico. Pero siempre, al fin de cuentas, desde el poder revestido con las consignas de la igualdad, aunque pletórico de injusticia.
Durante meses, un grupo de profesores del Departamento de Castellano de la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación no ha podido entrar a sus oficinas; tampoco han podido enseñar, a pesar de sus altas cualificaciones científicas y pedagógicas, y —como si todo lo anterior fuera poco— han sido perseguidos y hostigados mediante murales y panfletos, a través de acusaciones formales y veladas.
¿Cuánto pueden aguantar unas profesoras y profesores universitarios que han consagrado sus vidas a la literatura, a la filología o a la gramática? ¿Pueden soportar meses y años de griteríos y de amenazas, de descalificaciones y de insultos? ¿No es frustrante que sus agresores sean unos supuestos futuros educadores?
El temple de cada uno de aquellos profesores terminará respondiendo a esas interrogantes, pero ese conflicto no es una cuestión privada, como si solo implicara a unos estudiantes depredadores, amparados en autoridades complacientes, versus una camada de heroicos educadores que se estarían jugando solamente un prestigio personal y unas carreras universitarias.
No; es mucho más que eso: se trata de la libertad académica más elemental.
En la persecución de los profesores del Departamento de Castellano de la UMCE estamos implicados todos; los que ya hemos sufrido la agresión de ciertas federaciones de estudiantes y los que, amparados en distancias físicas —cotas, las llamó un divulgador—, creen estar a salvo de peligros extremos.
Recuerdo a ese profesor amigo que me aconsejaba no contradecir la institución de la objeción de conciencia porque —afirmaba— “ya tendrás que invocarla tú.”
Qué iluso. Pensaba ese buen sujeto que los igualitaristas depredadores iban a respetar el derecho a la legítima diferencia. Bueno sería que se reuniera personalmente con los perseguidos profesores de la UMCE: comprobaría a través de sus testimonios cómo la injusticia se disfraza de igualdad, cómo la manía persecutoria pretende justificarse con ropajes de exigencia académica.
El caso UMCE no es el primero ni será el último. Vienen tiempos difíciles para los universitarios genuinos, tiempos en que solo los coherentes y perseverantes lograrán ser dignos.
A los demás, a los que pretendan acomodarse para sobrevivir, a esos, se los llevará la historia. Y quizás no haya ni siquiera historiadores que puedan registrar una cosa u otra.