Siempre se ha considerado peligroso jugar con fuego. Sin embargo, muchos lo hacen. A veces se trata de desatar incendios para apagarlos. En la jerga común se les llamaba bomberos locos. Con nuestra democracia se desarrolló esta actitud a lo largo del siglo XX.
La verdadera historia política chilena discurrió por cauces administrativos entre 1924 y entrada la década de 1960, a través del crecimiento del Estado y la proliferación de organismos públicos: los de fomento económico y de protección social. Sus marcos normativos se afincaron en los decretos y otras disposiciones afines a un Poder Ejecutivo apremiado por el "hacer", antes que por la defensa de la libertad. De aquí que mande tanto el Presidente, que deja en la sombra al Congreso.
De las formalidades democráticas subsistieron el Parlamento y los partidos políticos como una reminiscencia del siglo XIX, sin que señalaran un rumbo para el país. Esto permitió que se desarrollara una fiebre que no atacó fuerte, pero sí persistentemente. Consistía en jugar a eludir la Constitución siempre que no se notara o que hubiese una complicidad pasiva que tolerase esa conducta. Episodios de este tipo menudearon desde la promulgación de la Constitución de 1925. Solo en el gobierno de González Videla se optó por darle un cauce legal a la defensa de la democracia (1948) frente a los golpes comunistas, porque el problema se tornaba mayor.
Desde 1964, con la revolución de Frei y Allende, ese juego-fiebre comenzó a hacerse más agudo y menos elegante, hasta llegar a la extrema brusquedad del Once, correctivo aplicado por clamor nacional imperativo. Con la restauración de la democracia, no tardó en reaparecer aquel viejo juego en su forma de salón: los prestidigitadores o mentirosillos ganaron destacada tribuna.
Así se explican los ministerios que no son tales, y que la gente que se dice seria y defensora de principios se acomodara en este juego y le diera su bendición. Hoy, un fallo barroco por la ficción de que hace gala nos enseñó que aquella ficción de los ministerios no es tan ficticia, pero que tampoco es real. El problema que nos dejó ese dictamen es que creó una nube de ficción que vela a la Constitución y deja libre a lo ficticio. Ya sabemos por experiencia anterior que estas nubosidades abren paso a los audaces y encantadores de serpientes. Y también conocemos el final del juego. Nos decimos demócratas, pero nos falta una tradición que nos lleve a obedecer a la Constitución por respeto a nosotros mismos.