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Editorial
Domingo 08 de septiembre de 2013
La semana política
Por desgracia, el curso sanador de las terribles heridas, en y por los dos bandos de aquel país desgarrado que fuimos en los años 70, está mostrando retrocesos en los últimos meses.
Acto fallido
El país ha dado grandes pasos para ir dejando atrás la cruenta fractura que comenzó a incubarse a fines de los años 60 y se agudizó en los primeros de la década siguiente, en un clima de odios, enfrentamiento y ruina económica, hasta estallar -cuando el cúmulo de conflictos se tornó insoluble e incontrolable por el sistema político de entonces- en la asunción del poder por los militares y sus derivaciones.
Tras el restablecimiento democrático, la recuperación de la convivencia normal ha sido difícil, pero hay en ella hitos indiscutibles. La "Comisión Rettig", de 1990, creada por el entonces Presidente Aylwin, fue uno de ellos. Personalidades de variada ideología dimensionaron en términos en general concordantes el número de las muertes atribuibles a agentes del Estado entre septiembre de 1973 y marzo de 1990. También lo fue la Mesa de Diálogo sobre derechos humanos habida entre 1999 y 2000. Otro hito fue la "Comisión Valech", sobre Prisión Política y Tortura, creada por el entonces Presidente Lagos. Los colegisladores actuaron sobre la base de esos informes para establecer sistemas de reparación a las víctimas y sus familias, que están hoy en plena aplicación.
Y significativa fue también la ejemplar celebración del Bicentenario de la Independencia, en 2010, descuidada durante el decenio previo, pero que tuvo como momento más decidor a los cuatro ex presidentes de la República junto al actual, ante la Bandera Nacional frente a La Moneda. Ese acto simbólico ha sido seguido de una serie de notables obras conmemorativas ya construidas o en ejecución, con fondos públicos a cuya aprobación de gasto concurrieron legisladores de todos los sectores.
Es difícil encontrar casos equiparables de pacífica restauración democrática en la experiencia de otros países que han sufrido trastornos de similar envergadura.
Desgraciadamente, ese curso sanador de las terribles heridas en y por los dos bandos de aquel país desgarrado que fuimos en los años 70 está mostrando retrocesos en los últimos meses, espoleados por los apetitos políticos de la campaña presidencial, conjugados con el aprovechamiento unilateral por muchos de la conmemoración de los 40 años desde el colapso del sistema democrático. Este diario y al menos una estación televisiva, entre muchos otros, han recogido múltiples testimonios de voces más objetivas -incluso de personeros muy representativos de izquierda, y por eso criticados por su sector- y de indesmentibles imágenes fílmicas que muestran la violencia política de entonces, ya inmanejable en 1973. Pero, peligrosamente, en busca de provecho político actual, muchos otros inculcan en las nuevas generaciones, que no vivieron los años 60 y 70, odios que deberían serles ajenos.
Por su parte, las ambiciosas aspiraciones del Presidente Piñera de organizar un acto republicano significativo en La Moneda no fueron acompañadas de una sólida preparación por sus equipos políticos y de asesoría, que era indispensable. No se cuida la alta investidura presidencial -patrimonio del país- al no sondear rigurosamente las intenciones de las autoridades y altos dirigentes de la política. El Gobierno no puede recibir negativas para un propósito elevado como este, y menos puede exponerse a tener que reducir el potencial acto republicano a una ceremonia más y un discurso -por lo demás anticipado ya en sus puntos clave, que tampoco concitaron unidad de pareceres en la propia Alianza-.
La historia, los jueces y los medios
En la frecuente apelación de la política a la historia, esta es mucho más a menudo arma coyuntural que disciplina del saber. Técnicamente, se considera que el papel de la historia es "comprender, a partir de las fuentes, las razones y las sinrazones de las conductas de los hombres en el tiempo. Nada más ni nada menos". Ese análisis frío, en el contexto de la época vivida y no a través del prisma de la mirada actual, poco tiene que ver, por ejemplo, con el emplazamiento de la Asociación Nacional de Magistrados a la Corte Suprema actual, para que pidiera perdón por su actuación durante el gobierno militar. Esta emitió este viernes una declaración pública en que reconoce que la ocurrencia de esos atropellos "en parte se debió a la omisión de jueces de la época que no hicieron lo suficiente (...), pero principalmente de la Corte Suprema de entonces, que no ejerció ningún liderazgo para representar este tipo de actividades ilícitas". El vocero del máximo tribunal agregó luego que "creemos que estamos cumpliendo y con esto completamos nuestra responsabilidad por ahora". Pero, como es obvio, ni los magistrados ni la Corte actuales son los de entonces, y este gesto supone que los ministros de hoy responsabilizan a sus predecesores, que no pueden ya sostener sus "razones y sinrazones". Ni en lo intelectual ni en lo jurídico competen a la Corte Suprema evaluaciones histórico-morales que determinen un alcance político presente. Su responsabilidad es la actual que le asignan la Constitución y las leyes: ni una menos, pero tampoco ni una más.
Parecida injusticia -ha incurrido en ella incluso el Presidente Piñera- es imputar a los medios responsabilidades por omisión que son fáciles de proclamar cuando se ha gozado de casi un cuarto de siglo de democracia. ¿Habría sido acaso preferible la censura previa para todos, al modo español entre 1938 y 1966? La única alternativa a ese modelo era entonces un esfuerzo incesante por relajar todas las restricciones, hasta llegar -caso al parecer sin precedente histórico- a que, al avanzar la década de 1980, hubiera medios de oposición beligerantemente activos durante el gobierno militar mismo, contribuyendo con eso decisivamente a una transición pacífica y democrática.