Es una paradoja que la conmemoración del 11 le haya tocado a Piñera. No forma parte del bando de los vencidos de ese día, como lo era Lagos en el aniversario número 30. Tampoco es un representante de los vencedores.
Más allá de que haya apoyado el golpe, no fue un actor relevante en la época. No participó de él, y al poco tiempo se transformó en opositor al nuevo régimen.
Habiendo transcurrido ya cuarenta capítulos de esta historia, Piñera no solo es de los que menos tienen que pedir perdón, sino que -al hacer una revisión de lo que han sido sus cuarenta años- sale muy bien parado.
Primero apoyó un golpe de Estado que terminó siendo inevitable. Respaldó así la única posibilidad que quedaba para combatir la ilegalidad en que había caído el gobierno de Allende y la utópica irresponsabilidad de la izquierda, que habría transformado a Chile en una dictadura probablemente más feroz que la que tuvimos: sin derechos humanos, sin libertades y además sin progreso.
Pero apoyar el golpe no era firmar un cheque en blanco, como burdamente nos trató de hacer creer la dictadura. Y Piñera lo entendió rápidamente, cruzando a la vereda del frente. No legitimó las violaciones a los derechos humanos, se opuso a la Constitución no democrática de Jaime Guzmán y rechazó proyectar el régimen, con un dictador vestido de demócrata y una perla en la corbata.
Llegada la democracia volvió a cruzar a la vereda del frente para promover las ideas que -con el sello de Thatcher y Reagan- florecían en el mundo desarrollado. Quienes se habían opuesto a Pinochet junto a él todavía tenían demasiadas dudas y había poca seguridad del camino que tomarían.
Con Aylwin instalado en el poder se transformó en un opositor que siempre buscó acuerdos. La Concertación recurrió a él en innumerables veces, y en la mayor parte de la derecha la palabra "traidor" -solapadamente- se comenzó a escuchar cada vez más seguido.
Transformado en Presidente, y más allá de sus aciertos o fracasos, ha sido moderado y poco dogmático. Y ahora que le toca abordar el aniversario del golpe ha sido valiente. Ha interpelado a quienes callaron. Criticó a los jueces, criticó a la prensa, criticó a los "civiles pasivos" y ha señalado no solo la necesidad de reconciliarse, sino que todavía "falta justicia".
El balance de sus cuarenta años ha sido favorable para Piñera. Su trayectoria política ha sido impecable. Algunos dirán que ha sido puro oportunismo. Otros dirán que es sensatez. Es posible que sea una combinación de ambas.
Tal como en su vida bursátil siempre fue capaz de comprar cuando había que comprar y vender a tiempo, en política también ha tenido buen ojo. Pero con una gran diferencia: el ojo bursátil le generó recompensas y su patrimonio creció sin pausa. El ojo político, si bien le permitió llegar a la Presidencia, le ha sido esquivo en reconocimiento. No ha logrado que la ciudadanía lo valore y su cuenta corriente de popularidad no logra sumar ceros.
El gran problema con Piñera es que la gente y el mundo político lo toman poco en serio en sus actuaciones republicanas. La falta de confianza en su persona que desde siempre han mostrado las encuestas, sumado a su tendencia adolescente (cuyo emblema es la caminata haciendo equilibrio entre los escombros de Bajos de Mena) no le han permitido una proyección de estadista, pese a que su trayectoria política y sus actuaciones como Presidente -más allá de los logros o falencias de su gestión- han sido correctas. Eso explica, entre otras cosas, la deslucida ceremonia de conmemoración que ocurrirá en La Moneda este lunes.
Como le gustan las citas, a lo mejor recurrirá al evangelista diciendo que "por sus obras los conoceréis". Ello es cierto, pero no es suficiente para pasar a la historia. Quizá deberá intentarlo nuevamente en 2017.