El chileno Julio Doggenweiler ha hecho su carrera como director de orquesta en Alemania. Su indudable oficio lo ha hecho acreedor a constantes invitaciones de orquestas nacionales. El viernes, en el Teatro Municipal de Ñuñoa, fue el turno de la Orquesta de Cámara de Chile, con obras de Hans Pfitzner, Carlos Zamora y Mozart.
Ser amigo o enemigo de las vanguardias no quita ni pone en el lenguaje de un compositor. Hay lenguajes "conservadores" de gran atractivo o cuestionables, y lo mismo puede decirse de las manifestaciones más audaces. La cercanía o alejamiento de la modernidad no son garantía de calidad.
Pfitzner, representado esta vez por su Sinfonía en Sol Mayor opus 44, fue un compositor apegado a la tradición y mirado como oveja negra en el contexto de lo que se producía en su tiempo. Si bien a veces la historia es injusta y hay que dejar que el tiempo ponga las cosas en su lugar, debe reconocerse que el idioma de Pfitzner, al menos en esta obra, no tiene la estatura perdurable que poseen otras de sus composiciones, como sus lieder o la ópera "Palestrina". El discurso de la sinfonía es errático y de indefinición estilística. La comprometida entrega de Doggenweiler y la orquesta no logró conferirle a la obra una altura que no posee.
Refrescante y necesario resulta el aporte que los compositores nacionales pueden hacer al repertorio solístico de los bronces. Carlos Zamora, con una postura también refractaria a los postulados de la Nueva Música, siempre se ha caracterizado por un lenguaje directo, normalmente enraizado en elementos vernáculos. Su Concierto para corno y orquesta de cuerdas apela a esos elementos y explota sabiamente los recursos idiomáticos del instrumento, excelentemente realizados por el solista Sebastián Rojas. Solo el tercer movimiento, con dificultades rítmicas y métricas que a veces parecieran gratuitas, no tuvo la justeza necesaria, no sabemos si debido a la escritura o a la versión escuchada.
Culminar el concierto con "la 40" de Mozart, clásico absoluto, es un gran desafío de ejecución y de estilo. La versión fue hermosa y el último movimiento, arrebatador. Doggenweiler brindó una gran entrega equilibrada entre la tragedia velada y el encanto dieciochesco, que provocó una calurosa acogida de los auditores.