Enoch Soames de Max Beerbohm cuenta la historia de un poeta mediocre, que ante el fracaso total de su obra se consuela pensando que será leído en cien años más. En un bar del Soho londinense, el diablo le propone a cambio de su alma la posibilidad de viajar en el tiempo y comprobar si sus libros efectivamente se leen. Enoch Soames firma el pacto y viaja a la sala de lectura del Museo Británico. Busca su nombre desesperadamente hasta encontrarlo mencionado en el margen de una historia de la literatura inglesa, convertido en un personaje de ficción, el personaje central del cuento de Max Beerbohm que estamos leyendo.
En todo su patetismo Enoch Soames no es tan distinto al propio Beerbohm que da por sentado en su cuento que este va a ser leído en cien años más. Que se asegura también a través del truco diabólico de hacernos viajar no solo hacia el futuro sino también hacia el pasado, hacia la gestación misma del cuento del que somos fatalmente cómplices. Juego de espejo que terminó por tragarse también toda la obra de Beerbohm, convertido el también en un personaje de su propio cuento, el narrador que intenta convencernos, sin lograrlo, de que la ficción perfectamente aceitada que estamos leyendo no es ficción, que Enoch Soames existió tanto como Beerbohm, diletante genial que terminó recluido en silencio en Rapallo, intentado la difícil labor de no hacer nada útil.
Raúl Ruiz adaptó con mucha libertad el cuento en su película “Nadie dijo nada”, para mi gusto su mejor película. La borrachera sin fin de unos escritores que viven de funcionarios que intentan escribir de a varios un cuento para ganar un concurso del diario “El sur”. Un cuento que no es nada menos que un Enoch Soames colectivo. Porque en la versión chilena —corría el año 1971— en vez de un poeta, el diablo logra tentar a todo un colectivo de escritores frustrados, que viajan a un futuro en que Chile limita con Colombia, en que siembran de lechugas milanesas en el Estadio Nacional y la cordillera de los Andes es una sola montaña de almejas.
Espejo dentro de un espejo, al ponerle a sus personajes los nombres reales de sus amigos escritores y músicos (Waldo, Germán, Braulio, Tomás), Ruiz intentaba transformarlos en otros tantos Enoch Soames, que en cien años más serían quizás solo personajes de una película. Una película que, quizás por supersticioso temor, Raúl Ruiz hizo lo posible para que nadie viera demasiado (la única versión que queda es una trasmisión del RAI pegoteada en YouTube). Uno de los personajes escapó a este convirtiendo a Ruiz en personaje de una de sus novelas. Otros no tuvieron la misma suerte.
El diablo de la película, que habla y canta como argentino aunque insiste en que es de Antofagasta, tienta primero que a ninguno a un tal Braulio, poeta surrealista, borracho hasta la descomposición. El personaje recuerda más a Teófilo Cid y al Chico Molina que a Braulio Arenas, poeta más bien abstemio y serio que definía a los chilenos en general como “social demócratas levemente corrompidos”. El diablo resultó más sutil que Ruiz y que Beerbohm. No tentó a un borracho, no se llevó a un poeta sin talento, sino a un poeta serio y dedicado que no cometió otro pecado que esperar hasta la desesperación que distintos jurados y gobiernos le reconocieran sus méritos. Fue la impaciencia de ver cumplida la posteridad lo que lo llevó a vender su alma al diablo y convertirse en el poeta de un régimen, el militar chileno, que nada tenía que ver con su poesía, o con la poesía en general. A Arenas, como a Fuentes (Carlos), o Rodríguez Retamar, como a tantos premios Planeta de este mundo y del otro, les toca encontrar su nombre desnudo de la obra en una lista negra, roja, verde o amarilla. En Londres, los malos autores llegan a convertirse tarde o temprano en personajes; en Hispanoamérica, hasta los buenos se convierten tarde o temprano solo en personalidades, nombres que hay que odiar con la misma razón con que se jugaba a respetarlos por ser la aduana hacia alguna parte.
En el ansia con que aprietan la quijada algunos escritores, en el cuidado con que se despeinan otros, subyace siempre un pacto con el diablo que tarde o temprano los obligará a vender sus almas a cambio de un viaje de ida y vuelta al futuro. La pasión con que un escritor pelea por una portada, una beca, un premio tiene que ver con la creencia, absurda pero inevitable, de que está peleando por un pedazo de eternidad. Que un compañero de oficina te quite un lápiz o una novia molesta más si piensas que lo seguirá haciendo por los siglos de los siglos. Nada sacas con explicarle al escritor que nadie vive eternamente; sabe que Enoch Soames a través de Max Beerbohm, que Max Beerbohm a través de Enoch Soames, llevan más de ciento quince años dando vueltas por la sala de lectura del Museo Británico.