El día en que fue presentado como técnico de la U, Marco Antonio Figueroa declaró que había llegado para quedarse por un buen tiempo. Reconoció que estaba cansado de deambular de un club a otro y de las sucesivas polémicas que habían marcado su carrera como entrenador. Dijo que su propia familia le había pedido que bajara el tono, que echara raíces para establecerse por un tiempo razonable en un solo lugar. En palabras que no son las suyas, dio a entender que no se iba a arrebatar para contestar las preguntas mala leche, que contaría hasta diez antes de enfrentar las críticas o de aniquilar a un árbitro. Todos quienes conocemos su trayectoria, sabíamos que Figueroa, consciente o involuntariamente, estaba mintiendo. Que a la primera de cambio estaría de nuevo sobre el ring. Que sus demonios lo dominarían por completo. El "Fantasma", un pésimo apodo para referenciar su espacio en el fútbol chileno, no ha decepcionado.
El enojo de Figueroa es incombustible. Permanece en cualquier circunstancia. En las victorias se hace patente cuando los comentarios opacan el triunfo, el esfuerzo de sus jugadores, la obediencia al trabajo de la semana. Y en las derrotas, el detalle más mínimo puede generar el desboque, la patochada del técnico que piensa que nadie sabe de fútbol como él, la mala palabra del guapo criado donde hay que hacerse respetar con la boca y hasta con los puños.
Figueroa no oculta su condición única en el mercado, ya sea en el registro nervioso de su rostro, en las inflexiones cuando discute, en la postura con que da instrucciones. Su rol de provocador lo interpreta sin ambages y naturalmente. Está claro que no es el favorito del periodismo deportivo y que un alza en el rendimiento de la U, o incluso una campaña de campeón, no le va a modificar su valoración dentro de los medios. Se ha llenado más de enemigos que de admiradores. Sus colegas tampoco lo tienen como un ejemplo de vida. Y obvio que no han faltado los dirigidos que lo han destrozado por sus formas, no así por su labor. Y pese a todo, a las campañas olvidables, a los numerosos conflictos y salidas de madre, el personaje no difiere de la persona.
Podrá ser antipático, grosero, intratable, lunático o todas las anteriores. Pero el sentido del espectáculo que le imprime a una realidad por lo general plana, llena de frases hechas y de silencios inoportunos, tiene que, en algún momento, ser motivo de agradecimiento. Tal vez ahora -cuando la campaña de su equipo no es la proyectada y su relación con el mundo futbolizado anda medio a las patadas- sea el momento de hacerle un reconocimiento por su incomprendida consecuencia.