Sorprende y avanza la Corporación Cultural de la Universidad de Concepción. Esta vez con una versión de "La traviata" (Verdi, 1853) que cautiva en varios aspectos, y una experiencia diferente desde la entrada misma al teatro, donde el público puede observar piezas de vestuario de anteriores producciones, al estilo de lo que se hace en el Covent Garden de Londres.
Con una funcional y bien lograda escenografía (Francisca Bravo), adecuada al estrecho espacio del recinto, la dirección escénica del tenor Gonzalo Cuadra viaja con fluidez y sin traicionar el espíritu de la obra, desde el total desenfado a la oscuridad trágica. Ambientada en una época poco definida, con un vestuario (Marianela Camaño) que alude a nuestros días pero también a los años 20 y 50 del siglo XX, y aun al siglo XIX (Doctor), esta "Traviata" muestra una sociedad bohemia joven, alegre, farrera y nada elegante, que goza la vida como si el mundo se fuera a acabar. Un mundo de emociones efímeras en el que de pronto despunta el amor inexperto de Alfredo por Violetta.
Cuadra llama a su elenco a vivir con intensidad la historia y también el juego que él propone, donde las burbujas y la risa alternan con imágenes de pesadilla y de rito. Así, antes de que se inicie la música, centra la atención en la lámpara de lágrimas que se prepara para la fiesta con la devoción de una capilla ardiente; esa misma lámpara estará en el suelo, destruida, al momento de la muerte de la protagonista.
Hay situaciones escénicas ingeniosas: en medio de su furor, Alfredo se sienta ante un piano floreado para cantar el brindis; luego, él mismo, en "Lunge da lei per me non v'ha diletto", habla por teléfono con alguien (un buen amigo, puede ser), contándole sobre los días pasados con el amor de sus sueños, y Germont es una suerte de evangélico que trae su prédica sobre la pobre Violetta. Más discutible es la presencia de tres personajes de look gótico que acechan a la mujer mientras ella se debate con el difícil "È strano!, è strano!" y que volverán a aparecer en su agonía.
El conjunto, atractivo y entretenido para el público, exige un comprometido y coreográfico trabajo de parte de los solistas y del coro. En este punto, se quisiera un mayor desarrollo de las capacidades actorales de algunos para dar cuenta mejor de lo que se espera decir.
Pocas veces se puede escuchar en vivo una versión tan completa de la obra, con las dos estrofas de "Ah, fors'è lui" y de "Addio del passato", y el dúo íntegro de Alfredo y Violetta tras "Gran Dio! Morir si giovine". Estupenda sonoridad y apropiado color obtuvo el maestro canadiense Julian Kuerti de la Orquesta Sinfónica Universidad de Concepción, con logros mayores en el preludio, en la escritura de la carta de Violetta y en el crescendo de "Amami Alfredo". Kuerti fue un puntal para los cantantes, a quienes cuidó en todo momento. Sólido, musical y afiatado se escuchó al Coro Sinfónico (dirección de Carlos Traverso).
Esta fue, además, una "Traviata" de tres fronteras: soprano argentina, tenor peruano y barítono chileno. María José Dulín está en proceso de creación de su Violetta, a la que dibuja con cuidado, frescura y lirismo a través de medios vocales solventes; la energía y la juventud de Andrés Veramendi sirven a su adolescente Alfredo, para el que debe perfeccionar el fraseo, homogeneizar el registro y controlar la apertura de su agudo. Notable como Germont, el barítono Ricardo Seguel tiene un material interesante y de hermoso color; las posibilidades de su línea de canto resplandecieron en "Di Provenza". Se contó con serios trabajos de Macarena Espinoza (Flora), Annya Pinto (Anina), Igor Concha (Doctor), Fabián Bello (muy bien en la arrogancia odiosa y hipster del Barón), Pablo Castillo (Marqués) y Exequiel Pardo (Gastón).