Situar la presencia del mal en el interior de las casas, como lo hacen las películas de terror, equivale a instalarlo "en el corazón del hombre". De nuestras diarias salidas al mundo podemos esperar cualquier cosa: equivocaciones, improperios, accidentes, pequeñas injusticias cotidianas. Nuestros hogares nos devuelven, en contraste, cierta imagen de invulnerabilidad. A menos a eso aspiramos todo el tiempo.
Entiendo que las experiencias traumáticas vividas en el colegio podemos superarlas con cierta efectividad en la medida en que crecemos. Son hechos que pertenecen finalmente a la esfera de lo ajeno. El primer hogar, en cambio, es una especie de escenario psicológico definitivo. Ni el colegio ni el barrio ni la clase social nos constituyen de un modo tan estructural como lo hace la casa en que aprendimos a medir los pasos. Ahí reside "el adentro" que rayamos en nuestros primeros dibujos garabateados: un reducto generalmente anexado a un camino sinuoso que iba a dar al campo.
Me da la impresión de que las películas de miedo, aun las malas, no son jamás simples patrañas. Siempre develan categorías más o menos profundas de la condición humana. Es frecuente, por lo mismo, que en muchas de ellas los catalizadores escogidos por las entidades malignas sean los niños. Cuando esto sucede quiere decir que todas las medidas de seguridad de las familias fracasaron, comenzando por la recomendación imperativa de no hablar con extraños. Algo parecido tuvo en mente Henry James al proyectar su novela
Otra vuelta de tuerca , que ha originado tantas películas fallidas. En ella se desliza en forma ambigua la figura intolerable de una complicidad entre los niños de la casa y una pareja de sirvientes, dos seres abyectos que habitan la brumosa frontera entre este mundo y el otro.
La casa es lo que "tematizan" películas como "El exorcista" o "El bebé de Rosemary", de Polanski. En el caso de esta última, incluso sorprenderse tarareando distraídamente su música característica puede activar en nosotros un leve escalofrío y fantasías vinculadas al pensamiento primitivo: el miedo a que por su intermedio llamemos la atención de las existencias innombrables y abominables.
La magia de "El bebé de Rosemary", por así decirlo, procede del hecho de que lo que se nos muestra insistentemente es cotidianeidad en estado puro: acciones indistintas de la vida doméstica, conversaciones insípidas en un ritmo de exasperante normalidad. Esto hace que la película opere como un espejo cuya imagen duplicada corresponde a la de nuestra realidad. Ahí está el tejido en el que el mal ha depositado sus huevos.
Como "El inquilino", como "El exorcista", como "Actividad paranormal", "El bebé de Rosemary" infiere su atmósfera a este lado de las cosas una vez que ha terminado su reproducción. Con inconfesada inquietud miramos entonces los pasillos de nuestra casa, las ventanas iluminadas por la luz de la calle, la puerta de entrada, como si fueran la prolongación de aquellos ominosos espacios representados.