El viernes, la Orquesta Sinfónica de Chile, bajo la dirección de Zsolt Nagy, celebró el cumpleaños número 100 del ballet “La Consagración de la Primavera”, de Igor Stravinsky.
La obra fue precedida por el Concierto para flauta “Diálogo con el espacio agredido”, del italiano Gabriele Manca (1957), dedicada a Guillermo Lavado, que actuó como solista, y contó con la presencia del compositor. Aunque resulta temerario emitir un juicio en una primera audición, resultó una propuesta muy atractiva. Lavado se desempeñó con su profesionalismo acostumbrado, contrastando sus meditativas intervenciones (su parte no contiene propiamente virtuosismos) con los pasajes orquestales crispados de inquietantes clusters y una fantasía tímbrica plena de sorprendentes hallazgos.
“La Consagración” no “se mantiene” joven sino que “es” joven, siempre. Una prueba de su permanente novedad es comprobar que los auditores amantes de la música que han restringido su repertorio a las obras entre el Barroco y finales del siglo XIX, aun la consideren rara y agresiva, aunque probablemente sin el escándalo de su estreno el 29 de mayo de 1913. Al respecto, es regocijante imaginar la estupefacción del sector más conservador del público al encontrarse (¡cien años atrás!) con esta música y con la coreografía —muy lejos de “El Lago de los Cisnes”— del joven Nijinsky. Tal vez, muchos habríamos participado también en la batahola.
Hay lenguajes mucho más audaces de las vanguardias posteriores, pero que no lograron levantar un símbolo sonoro en que se conjuguen tan espectacularmente el dramatismo, los juegos rítmicos inéditos, los pulsos enloquecidos, los bloques masivos y el deslumbrante color orquestal. La manipulación de los metros no es pura especulación matemática, gratuita, sino siempre al servicio de los bárbaros rituales primitivos que culminan en el paroxismo del sacrificio final de la elegida.
Aunque todas las familias de la orquesta, en particular la fila de cornos y la percusión, se desempeñaron esmeradamente, al resultado de conjunto le faltó voltaje. No obstante el evidente dominio de Nagy, que transitó con soberanía a través de los escollos de la partitura, a ratos parecía una demostración de correctísimo solfeo, pero sin salvajismo y tensión dramática. En una obra como esta, no basta una impecable lectura.