Diana Bolocco no es la primera ni será la última. La periodista y animadora de Canal 13, además de rostro publicitario de marcas como Activia, Ripley y P&G, es solo la más connotada persona del medio televisivo a quien le toca sufrir el permanente conflicto de intereses que cruza la nueva industria medial.
Los costos y los beneficios que le reportan a una periodista convertirse en rostro de entretención son claros: contratos millonarios a cambio de ceder en vocación y ganar en menosprecio gremial. Pero la suma y resta entre ser figura de la TV y, a la vez, serlo de las empresas que financian su operación escala en complejidad.
Hace rato que los animadores, actores de renombre y rostros anclas de noticiarios dejaron de ser trabajadores de cada canal. Lejos de regirse por contratos laborales que obligan dependencia, las celebridades funcionan como empresas que prestan servicios a las emisoras que les dan pantalla. El acuerdo es conveniente para las dos partes: las televisoras se eximen del pago de las imposiciones y firman contratos civiles a plazo, donde el derecho a renuncia no existe. Los famosos, a cambio, no pagan impuesto a la renta, sino que los de retiros de utilidad, y a eso se suma la posibilidad de tener más de un empleador sin pedir permiso.
El acuerdo —que, de hecho, está en el radar de fiscalización del SII— sería ideal si no hubiera personas detrás. Porque, más que empresas, más que marcas, más que rostros, lo que se enfrentó en el bullado caso que afectó a Canal 13 —el programa “Contacto”, el yogur Activia y la figura de su publicidad— es que había personas detrás. Es solo a ellas a las que se les puede exigir algo tan impropio en el mundo de los negocios: lealtad.
En la industria televisiva es admisible que una animadora naciente sea capacitada y potenciada en desmedro de otras sin abolengo familiar. En este negocio es entendible que una marca como “Contacto” no mantenga la calidad que lo llevó al liderazgo y se entrampe en dramatizaciones absurdas o en investigaciones que dejan cabos sueltos, terminando así por mutar la credibilidad en desprolijidad. También es hasta esperable que la entrada de un nuevo actor en el mercado (Luksic a Canal 13) diezme la plana ejecutiva de un competidor o levante rostros a otro canal, incluso violando contratos en la operación. Todo eso se da en nuestra televisión.
A Diana Bolocco, reconocido rostro de la marca de yogur cuestionada, nadie le comentó que venía una investigación hecha al interior del mismo canal. Esa deferencia no está en el contrato que firmaron la empresa-Bolocco y la empresa-canal. Ella tampoco dijo que grabaría un spot para contestar a la denuncia que tildaba de engañosa a la publicidad donde ella es la cara principal. Su empresa evaluó que se dañó su credibilidad, y la respuesta fue poner a competir sus activos con los del equipo de Sutherland.
En defensa de ambas partes hay que decir que se tomaron “resguardos” de corte personal, o quizás legal: en su reportaje, “Contacto” no emitió imágenes de Bolocco y, en su spot de respuesta, Bolocco no mencionó la marca “Contacto”. Todos cuidados que se podrían haber evitado con una simple conversación.
Lo que vino de ahí, y lo que vendrá, serán más muestras de los malolientes valores que a ratos exuda la pantalla de TV. Cada animador u opinólogo —rostros que son empresas y tienen como empleadores a marcas que financian a su otro empleador— seguirán llevándose a la boca frases tan cínicas como “no morder la mano que da de comer” o “ser leal a la casa televisiva que te dio la oportunidad”. Lo harán desde canales que programan y facturan el spot de respuesta del yogur a lo menos seis veces en horario prime. Todo eso se admite, entiende y hasta espera en un mundo donde manda el interés particular.
Por eso, para que no tener que seguir defendiendo lo indefendible, alzando los hombros en señal de aceptación y diciendo que así son las cosas no más, sería bien bueno que la industria televisiva se decidiera a regular los conflictos de intereses que cruzan su línea editorial.