Siendo justos con la verdad, no hay forma de mirar esto de una manera más dulce u optimista. Llegado cierto momento, muchas veces los viejos se convierten en un problema para los hijos y, si no cuentan con recursos para mantener cierta autonomía, su destino será muy parecido al de los viejos que registró "La última estación", documental dirigido por Cristián Soto (1980) y Catalina Vergara (1981), recién estrenado en Santiago y otras ciudades de Chile.
Soto y Vergara filmaron varios hogares de ancianos y posiblemente registraron muchísimas horas, porque el destilado que vemos es intenso, acertado y, por momentos, adquiere un vuelo insospechado. No deja de ser raro decir esto de una película en la que prácticamente no pasa nada. La cinta, de hecho, en su inicio enfatiza esta idea de un tiempo congelado, muerto, de un territorio fuera del tiempo. En los primeros planos vemos ancianos agrupados y extremadamente quietos, casi estáticos, tan inmóviles que parecen puestos así artificialmente frente a las cámaras, como actores en una película experimental, como los hombres inmortales del cuento de Borges, que, sin necesidades, pueden estar meses en la misma posición. Más tarde, sin embargo, vemos que ésta es la norma: la inmovilidad, la espera sin esperanza de que algo llegue, que no es una espera en rigor, sino solo estar. Con todo, poco a poco la cinta revela personajes y acciones, cosas que pasan donde no pasa nada. En esta línea la cinta logra una sabrosa capacidad de observación, atendiendo con sabiduría a la idea de que para observar hay que saber detenerse. De esta capacidad de observación nacen momentos conmovedores, como el hombre que lee con lupa los obituarios y vive obsesivamente tratando de llamar por teléfono a través de un aparato público que se niega a funcionar: ¿con quién quiere hablar?, ¿con sus viejos amigos?, ¿con las señoras de sus viejos amigos ya fallecidos?, ¿con sus hijos, de los que tiene una foto quebrada pero que nunca lo visitan? Otro, inválido, persiste en recoger las hojas que botan los árboles. Otra espera una operación a los ojos. Otro realiza un programa de radio local, para otros pensionados como él, donde su voz es una suerte de confesión, de consuelo y voz colectiva.
"La última estación" realiza todas estas revelaciones con planos quietos, largos, en un tono pausado, que, más que entregar su material de manera didáctica y procesada, invitan a mirar con atención lo que está pasando delante de nuestros ojos. Es un cine inteligente y también algo exigente. Pero, como dice Harold Bloom, los placeres exigentes entregan recompensas de otro orden, quizás más profundas o prolongadas. El cine -es cosa de ver la cartelera- parece insistir en la rapidez y el gozo intenso y breve de las montañas rusas, que no es necesariamente condenable pero sí tiene grandes limitaciones. "La última estación" rema en sentido contrario. Su estilo, su pausa, su cuidadosa observación y respeto por el material observado nos invita a detenernos y mirar. Lo que obtenemos a cambio es un pedazo de realidad al que accedemos sin idealizaciones, duro y triste como es el abandono de los viejos, pero que a las finales también nos transmite cierta elegancia y lírica, que nace tanto de la mirada de los directores como de la energía y el quehacer de los mismos viejos. Es, por un lado, la belleza que proviene de los ojos que miran con respeto y cariño y, por el otro, la manifestación del amor por la vida, incluso allí donde la muerte está a la vuelta de la esquina.
LA ÚLTIMA ESTACIÓNDirección: Cristián Soto y Catalina Vergara.
Género: Documental.
País: Chile, 2012.