En su uso cotidiano, el espejo no nos da jamás señales suficientemente claras del paso del tiempo. Las huellas que el envejecimiento nos va dejando en la cara aparecen más bien en las miradas retrospectivas, cuando un hecho significativo -una muerte, una ruptura, un golpe de suerte- nos ha puesto en ánimo de recapitulación. Lo que enfrentamos en el espejo todas las mañanas -atenazados por la necesidad de salir al mundo, a lo que nos espera- es un presente prolongado día a día, año a año. Por una especie de instinto de sobrevivencia emocional bloqueamos la conciencia de los cambios.
Es un buen ejercicio, en este sentido, revisar de vez en cuando las fotografías familiares de tiempos más o menos recientes. Se trata de descubrir el punto en que las imágenes dejan de ser contemporáneas. Es casi un trance mágico, en la medida en que no tenemos mucha noción de sus mecanismos: simplemente un día algunas fotos se evidencian como pertenecientes al pasado. Aquello que era hasta ayer una toma indeterminada se convierte en retrato.
Lo que habitualmente va desapareciendo en el orden cronológico de las fotos es un inexpresable brillo en la mirada de las personas. Otro asunto es la moda: las formas de las solapas, el grueso de las rayas de las poleras, los diseños de las corbatas, los cortes de pelo.
La fotografía, a mediados del siglo XIX, originó una remoción estructural en el arte del retrato, que por lo demás nadie consideraba un arte. La irrupción de un medio tecnológico de fijación de los instantes de la vida -sigo en esto a Galienne y Pierre Francastel- permitió literalmente a medio mundo dejar constancia de su apariencia individual, privilegio antes exclusivo de los más copetudos.
Es curioso que hoy, que parecemos vivir sumergidos en una marejada incesante de actualizaciones, el retrato fotográfico en blanco y negro no haya perdido un ápice de su efectividad. El rostro humano pasado por el baño del revelado sigue manteniendo al que lo observa su condición enigmática, como si fuera un planeta distante del que escrutamos la luz.
Esto lo pienso en relación a
Amor x Chile , el libro que compendia treinta años de fotografías de Julia Toro. Los retratos de Julia -ya sean de su hijo, de algún desconocido, de Jorge Teillier o de Martín Cerda- corresponden a una indagación aguda ejercida sobre el misterio de ser otro.
Por motivos biográficos, el que más me atrae es el retrato doble de Rodrigo Lira y Paulo de Jolly, captado, si no me equivoco, en el Instituto Cultural de Las Condes en 1979. La compostura hierática de Jolly en el primer plano se desarma con el gesto de Lira, cuya mano en movimiento casi desaparece del registro.
Julia Toro dice en un texto adjunto que para ella el retrato necesita la pose ensayada y encontrada. Que es necesario diluir la máscara de la espontaneidad. Que quiere que sus modelos le ofrezcan la cara que ponen en el espejo antes de ir a una fiesta.
Sumergidos en una marejada incesante de actualizaciones, el retrato fotográfico en blanco y negro no ha perdido un ápice de su efectividad.