Concuerdo con el actual ministro de Cultura cuando dice que él es un chileno de la diáspora. Me parece que pone el dedo en un aspecto crucial de la cultura chilena que ya he comentado en estas páginas: su diversidad, diríamos casi, su ubicuidad. Uno de los efectos que tuvo la derrota de la democracia en 1973 fue precisamente que dio lugar a un fenómeno que, a mi juicio, no ha sido aún bien analizado por la crítica, ni mucho menos integrado, o asimilado, por la sociedad chilena actual: el del exilio.
Tal como hubo un exilio español tras la derrota de la República en 1939, hubo un exilio chileno desde 1973 en adelante. Tal como el exilio español marcó durablemente no solo la cultura española hecha en España, sino las culturas de los países que acogieron ese exilio -la influencia de los intelectuales españoles en países como México, Argentina y Chile es de todos conocida-, los intelectuales chilenos han dejado huellas duraderas en los países que los han acogido. Visto desde Vitacura o Las Condes, es decir desde los círculos de carácter pueblerino -o familiar, que viene a ser lo mismo- en los que se mueve la elite cultural chilena, puede resultar increíble que, en Francia, Raúl Ruiz sea considerado uno de los principales cineastas "franceses" de finales del siglo XX, que científicos como Francisco Varela, o arquitectos como Borja Huidobro hayan ocupado u ocupen posiciones de primer plano en los países que han decidido hacer suyos. Esto, por nombrar solo a los que se me vienen de inmediato a la memoria, porque la lista de profesionales de todos los ámbitos, artistas, investigadores y simples ciudadanos no se agota obviamente en un puñado de nombres destacados.
Sin embargo, una de las cosas que más me han llamado la atención desde que llegué a Chile es que la palabra exiliado sea un término peyorativo. Ser un exiliado es, aún, para muchos una marca algo dudosa, presupone formar parte de los derrotados por la historia y eso es siempre algo que convendría hacer olvidar, sobre todo cuando se mira desde el bando de aquellos para los cuales el exilio fue un mero avatar de la historia. Ahora, cuando el exiliado se desexilia, se transforma en un "retornado" y eso sí que es vergonzante. Yo tardé varios meses en comprender que cuando se me ha tratado de "retornado", en realidad se me estaba insultando. Se me estaba diciendo que soy algo así como un "comunista" mezclado con un "aprovechador", pues he decidido volver a Chile a aprovechar -aunque el interlocutor diga "disfrutar"- de las ventajas que ofrece este país maravilloso, que los chilenos de Chile -léase "chilenos con el corazón bien puesto"- construyeron mientras uno "disfrutaba" de las bondades de París, Barcelona o Nueva York. Desde cierta paleoizquierda, la percepción no es mejor: ellos "sufrieron", mientras uno "disfrutó" afuera y ahora "aprovecha", adentro.
La verdad es que la literatura, desde Edipo, Mío Cid, Robinson Crusoe, el "K", de El Castillo , está atravesada por el tema del exilio, pues es uno de los grandes temas humanos, como el amor o la muerte... Yo no entiendo cómo alguien puede tener siquiera la veleidad de ser escritor y no pensar en exiliarse. Diría que el exilio es connatural a toda escritura, pues lo primero que la escritura pone en duda es la propia identidad. Derrida decía: escribo porque cuando digo Yo, no sé quien es ese Yo que dice Yo. Y no hay mejor manera de averiguar no quién se es, sino quién "podría ser" uno, que dejar de ser uno... Una de las maneras de llegar a ello es la escritura; la otra es el exilio, o el viaje, si se prefiere. Digamos que el exilio es un viaje prolongado, ¿y qué es un escritor sino un eterno viajero? Desde Garcilaso de la Vega a Lawrence Durrell, desde François Villon a Malcom Lowry los escritores se han sentido atraídos por la "otredad", pues escribir no es sino "perforar" la identidad y dejar fluir el caleidoscopio de identidades que llevamos dentro. ¿Y qué mejor correlato de esa operación que ser un extranjero? Tal como el extranjero se inventa un lugar en el mundo, el escritor se inventa un lugar en la escritura. Intentar escribir sin asomarse a ese acantilado es pena -y tiempo- perdidos. Soy un exiliado y pretendo seguir siéndolo. Siempre.