Tener claro lo que sucede en la pantalla es un mandamiento esencial en muchos manuales de cine, pero nadie ha dicho que no se pueda romper. De hecho, la tentación de hacerlo es cada vez más grande en estos días donde los blockbusters, las películas de superhéroes y las comedias románticas parecen elaboradas en planillas prefabricadas, con giros tan calculados que se vuelven predecibles, sin hacer mucho esfuerzo.
En un ambiente así de plastificado, cualquier cosa que se salga un poco de la norma destaca; pero incluso tomando eso en cuenta, algo como Upstream Color (2013) se ha vuelto excepción entre las excepciones: estrenada -y aclamada por muchos- en enero pasado, durante la última versión del festival de Sundance, el filme de Shane Carruth se ha vuelto cause célèbre por su total indolencia al momento de narrar una anécdota del montón: tras ser drogada por un asaltante que la induce a liquidar todos sus bienes, Kim -una joven animadora digital- trata de adaptarse a un mundo que, debido a las secuelas de su shock, le parece extrañamente ajeno y desconectado.
Lo que para estándares hollywoodenses podría lucir como simple fórmula para otro thri l ler , en manos de Carruth y su equipo se transforma en una prolongada y consistente alucinación, donde todo lo que en teoría puede atarnos a la realidad (y a la trama) queda reducido a retazos y fragmentos -argumento, diálogos, actuaciones, fotografía, banda sonora-, libre para ser recombinado y vuelto a ordenar de acuerdo a quien la ve. ¿Será que nos están invitando a armar nuestra propia versión de la historia? En la medida que alguien se moleste en conectar todas las pistas, lo más probable es que sí; pero mientras más regresa uno al bizarro mundo de equívocos y circunvoluciones que habitan los naufragados personajes de Upstream Color, queda en evidencia lo fútil de aplicar las reglas de lógica narrativa tradicional a un universo dislocado que se dicta a sí mismo sus propias leyes.
No se trata de que la desconexión y las inseguridades de la protagonista configuren un enigma cuasipolicial que hay que rearmar. El punto clave es que las piezas que la cinta nos va entregando -el asalto a Kim, su historia de amor con un total extraño, la aparición de un misterioso granjero que cría cerdos, el surgimiento de unas extrañas flores azules al borde de un arroyo, la cría de unos gusanos que crecen en dichas flores y que, más tarde, se convierten en la droga que controla la mente de Kim- parecen provenir todas desde rompecabezas distintos. No tienen la menor relación entre sí, pero contra toda esperanza "calzan", permitiendo que el filme continúe su marcha sin estar aprisionado por pautas narrativas.
El efecto -desorientador al comienzo; profundamente intoxicante, al final- no es muy distinto al conseguido por David Lynch tratando de colapsar universos paralelos en Inland empire (2006), al esfuerzo de P.T. Anderson por comprimir el siglo XX en The master (2012) o a los parajes que Terrence Malick avista en las explosiones pasionales de To the wonder (2012); pero su más directo precedente puede ser la extrañísima y brillante Schizopolis (1996), de Steven Soderbergh. No es de extrañar que este último se haya convertido en estos meses en el mayor defensor y admirador de filme: tal como ocurre en Schizopolis, los actos registrados por Upstream Color no parecen tener ni patas ni cabeza, los personajes están impulsados por razones totalmente inexplicables y, sin embargo, hacemos contacto con ellos; empatizamos, porque en el fondo sus emociones -la materia de la cual están hechas las películas- también son las nuestras.
Upstream Color(Estados Unidos, 2013). Con Amy Seimetz y Shane Carruth. Dirección de Shane Carruth. 95 min.